TANTO AMÓ DIOS AL MUNDO QUE ENTREGÓ A SU HIJO
COMENTARIO A LAS LECTURAS DE LA MISA
Hemos pasado ya el ecuador del tiempo cuaresmal. Estamos en el domingo
cuarto, al que la tradición cristiana ha llamado Domingo de la Alegría. Con una
palabra latina es el “Domingo Laetare”.
¿Cuál es la razón de esa alegría? ¿No se supone, dirán algunos que
la cuaresma es un tiempo sombrío, triste y penitencial? El motivo de la alegría
es la cercanía de la Pascua del Señor, que es el acontecimiento central de la
historia de nuestra salvación. Como dice la oración colecta de la misa de hoy “Haz
que el pueblo cristiano se apresure, con fe gozosa y entrega diligente, a
celebrar las próximas fiestas pascuales”. Nos queda ya poca cuaresma, pero la
que queda la podemos y debemos aprovechar con intensidad.
El evangelio
de hoy no nos presenta una acción de Jesús, sino parte de un diálogo extenso y muy
profundo entre Jesús y un judío importante y miembro del consejo del sanedrín:
Nicodemo. Nicodemo, como tantos otros, simpatizaba con el mensaje de Jesús, le
reconocían como un maestro que enseña la verdad de Dios, pero no se atrevían a
seguirle como discípulos.
El diálogo tiene lugar de noche, Nicodemo va a visitar a
Jesús de noche. En parte es para pasar desapercibido y no ser señalado
por el resto de los judíos notables como aquel que fue a consultar al maestro
de Galilea. Pero, en parte también, es porque él mismo está en la noche: Nicodemo
está en la noche oscura de una religión basada en la ley, en la observancia de
los ritos, frente a la luz del Señor Jesús, que viene del Padre a enseñarnos
una nueva forma de vivir la relación con Dios, basada ya en vivir como hijos del
Padre y hermanos entre nosotros.
Nicodemo busca pasar la oscuridad a la luz, y ese es el
motivo de que leamos este evangelio en el domingo de la cuaresma. Recordemos
que la cuaresma es el tiempo de la preparación de los catecúmenos para recibir
el bautismo en la Pascua; y, para nosotros, es el tiempo de prepararnos a
renovar nuestro bautismo también. El bautismo es luz y agua y el bautismo
ilumina nuestra vida.
Para tener luz de Dios en la vida hay que encontrar a Jesús
y pararse a estar con él como hace Nicodemo. Y hay que reconocer que nosotros,
aun siendo creyentes y practicando la fe, muchas veces damos por supuesto que
le conocemos ya realmente, pero no es así. Es frecuente que nos conformemos con
una fe de rutina, de costumbres, pero un tanto apagada. Y las personas que
quieren descubrir a Jesucristo, como Nicodemo entonces, pero también como
jóvenes hoy que ya no han sido ni bautizados, pero tienen preguntas
espirituales sobre Jesús, nos deben interrogar: ¿Mi fe es personal, es
meditada, es convencida?, ¿realmente es importante en mi vida la relación viva
y personal con Jesucristo?
En el fragmento del diálogo que hoy leemos, Jesús le descubre al
judío Nicodemo lo más importante de nuestra fe. Si tuviéramos que resumir lo más
esencial, de nuestra fe serían estas palabras del Evangelio: “Porque tanto
amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él
no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo al mundo
para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él”.
En la cruz de Jesucristo tenemos la prueba más grande del amor de
Dios por nosotros, y si aceptamos esto, estamos en la luz y la salvación, si no
lo aceptamos o no significa nada para nosotros, estamos en la oscuridad y la
perdición.
Dios nos juzgará no solo por las obras de misericordia y compartir,
que también, sino por haber acogido o rechazado por la fe el amor que nos ha
manifestado entregando la vida de su Hijo Jesucristo en la cruz.
Tenemos motivos para el arrepentimiento, para pedirle a Dios
misericordia. El pecado que resume todos los pecados de Israel, que hemos
escuchado en la primera lectura, y también los nuestros, es la falta de
agradecimiento y de correspondencia al amor de Dios; Él nos ama hasta haber
dado la vida de su Hijo por nosotros y, aun así, nosotros… apenas nos acordamos
de esto que debería cambiarnos la vida. Por eso hemos dicho con el salmo: “Que
se me pegue la lengua al paladar si no me acuerdo de ti”.
Hoy parece que cae mal hablar de pecado y de arrepentimiento; como
suele decirse “es políticamente incorrecto” hablar de esas cosas. En cambio, se
dice a menudo y, quizás hasta nosotros mismos lo hemos dicho: No tengo de que
arrepentirme…. no hay que culpabilizarse…. Dios ya nos lo ha perdonado todo…
Pues, precisamente, una de las cosas más necesarias que nos pide
este tiempo de renovación cuaresmal es el descubrimiento de mi pecado, como
falta de amor y correspondencia a Dios, y de mi necesidad de arrepentimiento y
conversión. ¿Cómo puedo experimentar ese amor y perdón de Dios que me renueva,
que me abraza, que me comprende y me llena de fuerzas para seguir adelante? La
Iglesia nos propone el sacramento del perdón o confesión. Jesús dijo a sus
apóstoles “a quienes les perdonéis los pecados yo se los perdono”.
Por eso, en este sacramento, por medio de la presencia de un
sacerdote, es Jesús mismo quien nos perdona los pecados. El mejor fruto que
podría dar en nosotros esta cuaresma es que, sin miedo y con confianza, nos
acerquemos al sacramento de la confesión, que celebraremos pronto de modo comunitario
en las parroquias.
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