ÉL HABLABA DEL TEMPLO DE SU CUERPO
COMENTARIO A LAS LECTURAS DE LA MISA
Este tercer domingo del camino cuaresmal que estamos recorriendo hacia la Pascua nos presenta un momento muy importante en la vida del Señor: su entrada en el templo de Jerusalén y lo que la tradición cristiana ha llamado la escena de la purificación del Templo.
Seguro que nos llama poderosamente la atención ver a Jesús así, tan indignado, volcando mesas, arrojando animales y expulsando a los mercaderes del recinto del templo, pero recordemos que también los profetas del pueblo de Israel se mostraban airados en ocasiones y realizaban gestos tan fuertes como el que hace ahora Jesús.
“No convirtáis en un mercado la casa de mi Padre”, les dice Jesús. Y es que alrededor del templo se había ido generando una economía próspera que, como todas, también dejaba al margen a muchos empobrecidos. Allí se compraban los animales para sacrificar en los altares; quien podía más compraba víctimas más valiosas, y quien podía menos compraba las más baratas. Recordamos que los padres de Jesús solo pudieron ofrecer con motivo de su presentación un par de pichones, que era la ofrenda de los pobres. Quien no tenía nada ni siquiera podía ofrecer nada y se tenía que quedar fuera, en los atrios, sin poder acercarse con una ofrenda para Dios.
Además, se cambiaban las monedas, para evitar que entrasen en el suelo sagrado con las monedas romanas que llevaban la efigie del emperador; el templo emitía sus propias monedas y dependía de a cuanto estuviese el cambio. Jesús no soporta todo esto en un lugar que debe ser puro, para la oración: las corrupciones, las injusticias, los intereses. Jesús no está contra el templo, ya que lo llama "la casa de mi Padre", pero sí está contra su utilización mercantilista y los abusos que allí se cometen.
Pero hay algo aún más de fondo, que es lo más importante: Dios quiere ser adorado de un modo distinto. Las víctimas animales ya no valen, porque lo que Dios espera es el sacrificio de un corazón que busca su voluntad, la ofrenda de la propia vida. Dios está en el templo, pero está también en las personas, especialmente en los pobres y en los que sufren y en ellos espera que lo sirvamos. Cuando dialoga con la mujer samaritana, Jesús le dice que los verdaderos adoradores darán culto al Padre "en espíritu y en verdad", no en el monte Garizim ni en Jerusalén.
Jesús les responde a los que le reprochaban que montase aquel escándalo en el templo sin tener autoridad para ello: “Destruid este templo y en tres días lo levantaré”. No hablaba de aquel templo de piedras, sino del templo de su cuerpo, nos dice el evangelista Juan. Sólo después de que el Señor resucitara, pudieron entender los discípulos aquellas palabras que en ese momento les parecían tan oscuras.
A la luz de este evangelio recordamos algo muy importante: los cristianos tenemos iglesias materiales, templos de piedra que procuramos cuidar, embellecer, mantener dignos y limpios. Nos sirven para reunirnos y celebrar la fe y los sacramentos.
Pero, para nosotros, la presencia de Dios lo llena todo, y nuestra vida cristiana no es solamente el tiempo que pasamos aquí los domingos, sino lo cotidiano del día a día. Cuando salimos del templo y volvemos a nuestras casas, a nuestros trabajos, con nuestras familias, vecinos, compañeros de estudio o de trabajo, seguimos siendo cristianos y tratamos de vivir conforme a la ley de Dios, que escuchábamos en la primera lectura: los mandamientos.
Vivir según los mandamientos no es vivir una vida limitada, de menos libertad o de menos alegría. Es, más bien, descubrir qué es lo que realmente nos aporta felicidad, lo que nos hace mejores, lo que nos permite realizar la vocación de hijos de Dios para la que hemos nacido. Los mandamientos no son frenos, sino señales para saber cómo vivir una vida que realmente merezca la pena. Para esto se los dio Dios al pueblo de Israel y para esto nos los da a nosotros y los inscribe en nuestros corazones por el Espíritu Santo.
Si vivimos la vida cotidiana según la ley de Dios, podremos venir luego al templo a celebrar la fe, a alimentarla, a compartirla. De lo contrario, estaremos yendo al templo como aquellos a los que Jesús expulsó: a comprar el favor de Dios por rutina o con ritos que se han vaciado de significado.
La Palabra de Dios en este domingo tercero de la cuaresma nos recuerda, pues, ideas muy importantes:
Jesús Resucitado está siempre con nosotros y, por eso, nuestra vida de cada día es sagrada, es culto a Dios y no solo cuando venimos a la Iglesia.
Dios espera que lo adoremos en verdad y con la vida, encontrándole en nuestros prójimos que más lo necesitan, ya que nos dijo “lo que hacéis con uno de estos a mí me lo hacéis”.
Descubrir todas estas verdades, y vivirlas, es tener la sabiduría de Dios de la que nos habla el apóstol Pablo en la segunda lectura, una sabiduría que a algunos les parece necedad o locura, pero que es la fuerza que nos salva.
Este tercer domingo del camino cuaresmal que estamos recorriendo hacia la Pascua nos presenta un momento muy importante en la vida del Señor: su entrada en el templo de Jerusalén y lo que la tradición cristiana ha llamado la escena de la purificación del Templo.
Seguro que nos llama poderosamente la atención ver a Jesús así, tan indignado, volcando mesas, arrojando animales y expulsando a los mercaderes del recinto del templo, pero recordemos que también los profetas del pueblo de Israel se mostraban airados en ocasiones y realizaban gestos tan fuertes como el que hace ahora Jesús.
“No convirtáis en un mercado la casa de mi Padre”, les dice Jesús. Y es que alrededor del templo se había ido generando una economía próspera que, como todas, también dejaba al margen a muchos empobrecidos. Allí se compraban los animales para sacrificar en los altares; quien podía más compraba víctimas más valiosas, y quien podía menos compraba las más baratas. Recordamos que los padres de Jesús solo pudieron ofrecer con motivo de su presentación un par de pichones, que era la ofrenda de los pobres. Quien no tenía nada ni siquiera podía ofrecer nada y se tenía que quedar fuera, en los atrios, sin poder acercarse con una ofrenda para Dios.
Además, se cambiaban las monedas, para evitar que entrasen en el suelo sagrado con las monedas romanas que llevaban la efigie del emperador; el templo emitía sus propias monedas y dependía de a cuanto estuviese el cambio. Jesús no soporta todo esto en un lugar que debe ser puro, para la oración: las corrupciones, las injusticias, los intereses. Jesús no está contra el templo, ya que lo llama "la casa de mi Padre", pero sí está contra su utilización mercantilista y los abusos que allí se cometen.
Pero hay algo aún más de fondo, que es lo más importante: Dios quiere ser adorado de un modo distinto. Las víctimas animales ya no valen, porque lo que Dios espera es el sacrificio de un corazón que busca su voluntad, la ofrenda de la propia vida. Dios está en el templo, pero está también en las personas, especialmente en los pobres y en los que sufren y en ellos espera que lo sirvamos. Cuando dialoga con la mujer samaritana, Jesús le dice que los verdaderos adoradores darán culto al Padre "en espíritu y en verdad", no en el monte Garizim ni en Jerusalén.
Jesús les responde a los que le reprochaban que montase aquel escándalo en el templo sin tener autoridad para ello: “Destruid este templo y en tres días lo levantaré”. No hablaba de aquel templo de piedras, sino del templo de su cuerpo, nos dice el evangelista Juan. Sólo después de que el Señor resucitara, pudieron entender los discípulos aquellas palabras que en ese momento les parecían tan oscuras.
A la luz de este evangelio recordamos algo muy importante: los cristianos tenemos iglesias materiales, templos de piedra que procuramos cuidar, embellecer, mantener dignos y limpios. Nos sirven para reunirnos y celebrar la fe y los sacramentos.
Pero, para nosotros, la presencia de Dios lo llena todo, y nuestra vida cristiana no es solamente el tiempo que pasamos aquí los domingos, sino lo cotidiano del día a día. Cuando salimos del templo y volvemos a nuestras casas, a nuestros trabajos, con nuestras familias, vecinos, compañeros de estudio o de trabajo, seguimos siendo cristianos y tratamos de vivir conforme a la ley de Dios, que escuchábamos en la primera lectura: los mandamientos.
Vivir según los mandamientos no es vivir una vida limitada, de menos libertad o de menos alegría. Es, más bien, descubrir qué es lo que realmente nos aporta felicidad, lo que nos hace mejores, lo que nos permite realizar la vocación de hijos de Dios para la que hemos nacido. Los mandamientos no son frenos, sino señales para saber cómo vivir una vida que realmente merezca la pena. Para esto se los dio Dios al pueblo de Israel y para esto nos los da a nosotros y los inscribe en nuestros corazones por el Espíritu Santo.
Si vivimos la vida cotidiana según la ley de Dios, podremos venir luego al templo a celebrar la fe, a alimentarla, a compartirla. De lo contrario, estaremos yendo al templo como aquellos a los que Jesús expulsó: a comprar el favor de Dios por rutina o con ritos que se han vaciado de significado.
La Palabra de Dios en este domingo tercero de la cuaresma nos recuerda, pues, ideas muy importantes:
Jesús Resucitado está siempre con nosotros y, por eso, nuestra vida de cada día es sagrada, es culto a Dios y no solo cuando venimos a la Iglesia.
Dios espera que lo adoremos en verdad y con la vida, encontrándole en nuestros prójimos que más lo necesitan, ya que nos dijo “lo que hacéis con uno de estos a mí me lo hacéis”.
Descubrir todas estas verdades, y vivirlas, es tener la sabiduría de Dios de la que nos habla el apóstol Pablo en la segunda lectura, una sabiduría que a algunos les parece necedad o locura, pero que es la fuerza que nos salva.
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