EL QUE SE HUMILLA SERÁ ELEVADO
También en este
domingo, como en el anterior, el Maestro de oración que es Jesús nos enseña
cómo rezar para que nuestra oración sea realmente agradable ante Dios.
Recordamos que el
domingo pasado, con la parábola de la viuda insistente, Jesús nos enseñó que nuestra
oración debe ser perseverante. No nos dirigimos a un juez injusto, sino al
Padre misericordioso que hace justicia sin tardar a sus elegidos y les concede
el don del Espíritu Santo.
Hoy nos enseña la
Humildad con la que debe ser elevada toda plegaria.
De nuevo lo hace
mediante una parábola, una escena que seguramente era habitual: un fariseo y un
publicano van a rezar al templo.
Los dos rezan, los dos
están en el templo, pero sus actitudes son completamente diferentes: el fariseo,
que suponemos era un cumplidor estricto de la ley religiosa hasta en sus
últimas letras, reza de pie y, con orgullo, le presenta a Dios todos sus
méritos religiosos.
El publicano,
considerado un creyente de tercera por todos, que se siente un pecador, está
postrado y no le puede presentar a Dios ningún mérito; solo está allí
acogiéndose humildemente a su misericordia: “¡Dios mío, ten piedad de mí, que
soy un pecador!”.
Jesús conocía bien a
los fariseos, porque él conocía lo profundo del corazón de cada hombre. Eran
muy religiosos, sí, pero en lugar de dar gracias a Dios porque les permitía
seguir el camino recto y de ayudar a otros a alcanzarlo, eran jueces
implacables de los extraviados, de los pequeños, de los pecadores.
Al mismo Jesús le
llamaban amigo de pecadores, y cosas aún peores, porque hablaba y se acercaba a
todas estas personas a los que ellos consideraban despreciables y perdidos
irreparablemente para Dios.
Para los fariseos va
dirigida esta parábola, para los de entonces y para los de ahora. Para cada uno
de nosotros si caemos en la tentación de considerarnos suficientemente buenos
ya, o mucho mejores que otros.
El mensaje es
chocante: la oración del publicano, que ni siquiera se atrevía a levantar los
ojos ante Dios, es escuchada y la del fariseo, con toda su lista de méritos
religiosos, no. Porque se ha atrevido a convertirse en juez de su hermano, algo
que solo le corresponde a Dios.
Alguien dijo que, si
tenemos fe y si llevamos una vida bastante ordenada y serena, debemos darle
gracias a Dios por ello, en lugar de atribuirnos el mérito. Porque si
hubiésemos tenido otros padres, hubiésemos crecido en otro ambiente, no se nos
hubiesen presentado las oportunidades que se nos han presentado… a saber cómo
seríamos y qué cosas haríamos.
Hay muchas personas
que están sumergidas en el pecado o en las adicciones y vicios más destructivos,
que quizás no han tenido los ejemplos, la educación, las vidas que nosotros
hemos podido tener. Por eso no podemos ser sus jueces, ya que sólo Dios ve en
lo profundo de las personas.
“El Señor es juez, y
para él no cuenta el prestigio de las personas. Para él no hay acepción de
personas en perjuicio del pobre, sino que escucha la oración del oprimido. No
desdeña la súplica del huérfano, ni a la viuda cuando se desahoga en su
lamento”, nos ha dicho el sabio en la primera lectura.
Tampoco el apóstol san
Pablo, que entregó su vida por completo al servicio del evangelio como apóstol,
cuando repasa todo lo que ha hecho de bueno, se lo atribuye a sí mismo, sino al
Señor que ha estado con él y le ha dado fuerzas.
¿Qué nos enseña la
Palabra de Dios en este domingo? Ante Dios siempre debemos ser humildes, pedir
perdón, acogernos a su misericordia y darle gracias por las cosas buenas que
nos permite hacer. Todo es un don, todo es una gracia recibida.
Y nunca, nunca, podemos
convertirnos en jueces de otros y, mucho menos, condenarles o considerarles
perdidos ante Dios, porque, ¿Cómo vamos a saber qué hay en el corazón
de los demás si apenas sabemos que hay en el nuestro?
Solo con esta actitud
de humildad ante Dios, y de comprensión y aceptación de los demás con sus
errores y pecados, podrá nuestra oración ser agradable y escuchada.
Como el domingo pasado
le decimos al Señor Jesús: “Maestro, enséñanos a orar”, con perseverancia y
humildad.

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