VENGA A NOSOTROS TU REINO
Concluye hoy un año litúrgico, la
celebración de los misterios de Cristo en el curso de un año. Hemos acogido el
nacimiento del Salvador con el adviento y la Navidad, le hemos seguido como
discípulos aprendiendo de sus gestos y de sus enseñanzas, en el Tiempo Ordinario,
y hemos vivido su pasión, su muerte y su resurrección en la cuaresma y la
Pascua.
Ahora, en este último domingo
antes de empezar el adviento, le proclamamos como nuestro Rey.
Hablar de Jesús como rey exige
que entendamos bien lo que queremos decir. Porque él mismo huyó de la gente
enfervorizada que lo quería coronar como rey de Israel y, sin embargo, ante
Pilato, en el interrogatorio previo a su condena en cruz, dijo: “Yo soy rey,
pero mi reino no es de este mundo”.
¿Cómo podemos entender que Jesús
es rey? Dejemos que sea la Palabra de Dios que se ha proclamado en esta
celebración la que nos responda.
En la primera lectura, tomada de
uno de los llamados libros históricos del Antiguo testamento, las tribus del
norte aclaman a David como rey de Israel. David ya era rey de las tribus del
sur, las de Judá, pero no había unidad entre ellas. Ahora sí va a haberla,
porque van a ser un pueblo unido con un único rey, David.
David era un personaje muy
carismático, que arrastraba a las masas, pero no le eligen rey por sus dotes
políticas o guerreras, sino porque le reconocen como el ungido de Dios, el escogido
para traer la paz y construir la unidad entre los hermanos separados.
¡Qué necesidad tenemos en el
mundo de líderes así, que creen unidad y no ahonden en las divisiones! ¡Qué
distinta sería nuestra sociedad, nuestro mundo, si tuviésemos gobernantes
responsables, que ejercieran el liderazgo sobre los pueblos con una verdadera
vocación de unir y de reconciliar!
Aunque el reinado de David fue un
avance en esa ansiada paz, sin embargo, no dejaba de ser un hombre, con todas
sus contradicciones y pecados. Por ello, no pudo cumplir plenamente la misión
de ser un rey según el corazón de Dios. David fue solo un anticipo y un anhelo
del Rey definitivo que habría de llegar; un rey de la misma descendencia de
David y nacido en su pueblo natal de Belén: Jesucristo.
Él es el verdadero rey ungido por
Dios, porque es su hijo, y el mejor rey posible. Un rey diferente, porque los reinos
de este mundo se apoyan en el poder de las armas, de la política, del dinero,
de la manipulación o de los medios de comunicación. Y Jesús no es como los
reyes de este mundo, sino que es un Rey Crucificado. Su corona no es una corona
de oro, sino una corona de espinas, su trono no es un sillón opulento sino una
Cruz, no es un rey que viene a ser servido, sino a servir.
El Reino de Cristo es como dice
hoy el prefacio de la misa: el reino de la verdad y la vida, el reino de la
santidad y la gracia, el reino de la justicia, el amor y la paz. Es el reino
del bien que vence sobre el mal, el reino del perdón que vence al odio, el
reino de la misericordia que vence el pecado, el Reino de la luz que brilla en
las tinieblas.
¿Queremos tenerle como nuestro
Rey? Un ciudadano de un estado es el que se conduce por las normas del estado
al que pertenece, por sus leyes y sus constituciones. Jesús nos ha dejado la
Ley del Amor: Amarás a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo.
Amaos unos a otros como yo os he amado.
Si nos esforzamos por vivir según
el mandamiento del amor ya somos ciudadanos de su Reino y dejamos que Cristo
reine en nuestras vidas, en nuestras familias, en nuestro mundo.
Es verdad que este reinado de
Dios aún convive en este mundo con muchos otros reinados, también con el
poderosísimo reinado del mal y del pecado, que lucha contra él.
Por eso tenemos que optar
continuamente si queremos servirle como único rey y señor de nuestras vidas y
abrir caminos para que su Reinado pueda implantarse en este mundo hasta que él
vuelva lleno de gloria.
Ya estamos en el Reino de Cristo,
unidos a él por el bautismo y, como el apóstol Pablo, solo podemos dar gracias
por ello: Demos gracias a Dios Padre, que nos ha hecho capaces de compartir la
herencia del pueblo santo en la luz. Él nos ha sacado del dominio de las
tinieblas y nos ha trasladado al Reino del Hijo de su amor, por cuya sangre
hemos recibido la redención, el perdón de los pecados.
Tenemos el mejor rey, el mejor líder, el que sirve y da la vida, en lugar de esperar que otros le sirvan y den la vida por él. Vivamos cada día como ciudadanos de su Reino y colaboremos para que este Reino crezca y se implante en nuestro mundo, que tanto lo necesita.

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