sábado, 6 de diciembre de 2025

UN ADVIENTO PARA CRECER EN ESPERANZA


    “Enciende uno la tele o la radio y todo son malas noticias: guerras, catástrofes, crisis, el precio disparado de la cesta de la compra, la escasez de viviendas, la corrupción política…”

    ¿Quién no ha dicho o ha escuchado algo así últimamente? ¡Que se atreva a levantar la mano!

    En este clima enrarecido que respiramos a diario, llega un año más la liturgia del Adviento a recordarnos que los cristianos somos el pueblo de la esperanza, esforzados cultivadores de una plantita escasa pero imprescindible: la Esperanza.

    Una esperanza que no se confunde con el optimismo bobalicón y miope de quien cierra los ojos para que nada le afecte. No, es la esperanza del que vive con los ojos y el corazón abiertos, como Jesús, decidido a ver todo y a todos, a comprender y compadecer todo dolor humano, en cada grieta, con cada hermano roto y caído. Pero, viviendo así, ¿acaso puede uno mantener la esperanza?

    Para la fe cristiana la Esperanza es una virtud teologal; esto significa que viene de Dios y a Dios nos orienta. No somos nosotros, es Dios quien nos infunde la virtud de la esperanza que nace de conocer su infinito amor, manifestado plenamente en su hijo Jesucristo.

    De ella escribieron, con acierto y belleza, los dos papas anteriores: “Llegar a conocer a Dios, al Dios verdadero, eso es lo que significa recibir esperanza” (Benedicto XVI); “La esperanza cristiana, de hecho, no engaña ni defrauda” (Francisco).

    La liturgia del adviento durante estas cuatro semanas ha de expresar, con gestos y palabras, esta fe que nos anima y sostiene.

    El color morado de los ornamentos litúrgicos (rosa en el Domingo III “Gaudete”) que tiene ahora un sentido ligeramente diferente a su uso cuaresmal. No es este un tiempo penitencial como la cuaresma, pero sí lo es de conversión, de despertar e intensificar la vigilancia espiritual.

    No rezar ni cantar el Gloria en la misa expresa la reserva de la asamblea celebrante, que contiene su alegría hasta que pueda gozarse plenamente con la memoria del nacimiento del Señor. Esa misma reserva y contención, con sentido pedagógico, nos pide una sobriedad en el adorno del altar y del templo y en el uso de los instrumentos musicales.

    La Palabra de Dios que se proclama en las misas es la que mejor va marcando las actitudes espirituales con que debe ser vivido. En su primera parte, hasta el día 16, las profecías de Isaías nos piden sintonizar con el anhelo de un pueblo que necesita redención (¡en adviento Israel y la Iglesia esperan juntos al Mesías: aquellos su primera venida y nosotros su regreso glorioso!) y el “Hijo del hombre” y Juan Bautista nos exhortan a la conversión ante la inminencia del Reino. Alcemos la cabeza como pueblo que espera en las promesas de Dios, pues se acerca nuestra liberación final, y cantemos: “Maranatha, ven, Señor”.

    En la última semana antes de Navidad, desde el 17 hasta el 24, meditamos el cumplimiento de las profecías mesiánicas en el nacimiento de Jesús, leyendo con los evangelistas Mateo y Lucas los acontecimientos que lo prepararon.

    La corona del adviento, parroquial o familiar, es también un signo “paralitúrgico” valioso, ya muy arraigado, con el que visualizar que esperamos a quien es la Luz (velas) y la Vida (ramas verdes). El encendido de cada vela puede ser la ocasión de una sencilla celebración doméstica que tiene su belleza y su valor, con niños o sin ellos.

    ¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que trae la Buena Noticia! ¿Nos atrevemos a ser en este Adviento peregrinos mensajeros de esperanza para un mundo que parece no esperar ya nada grande y bueno?


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