“Enciende uno la tele o la radio y todo son malas noticias: guerras, catástrofes, crisis, el precio disparado de la cesta de la compra, la escasez de viviendas, la corrupción política…”
¿Quién no ha dicho o ha escuchado
algo así últimamente? ¡Que se atreva a levantar la mano!
En este clima enrarecido que
respiramos a diario, llega un año más la liturgia del Adviento a recordarnos que
los cristianos somos el pueblo de la esperanza, esforzados cultivadores de una
plantita escasa pero imprescindible: la Esperanza.
Una esperanza que no se confunde
con el optimismo bobalicón y miope de quien cierra los ojos para que nada le
afecte. No, es la esperanza del que vive con los ojos y el corazón abiertos,
como Jesús, decidido a ver todo y a todos, a comprender y compadecer todo dolor
humano, en cada grieta, con cada hermano roto y caído. Pero, viviendo así, ¿acaso
puede uno mantener la esperanza?
Para la fe cristiana la Esperanza
es una virtud teologal; esto significa que viene de Dios y a Dios nos orienta.
No somos nosotros, es Dios quien nos infunde la virtud de la esperanza que nace
de conocer su infinito amor, manifestado plenamente en su hijo Jesucristo.
De ella escribieron, con acierto
y belleza, los dos papas anteriores: “Llegar a conocer a Dios, al Dios
verdadero, eso es lo que significa recibir esperanza” (Benedicto XVI); “La
esperanza cristiana, de hecho, no engaña ni defrauda” (Francisco).
La liturgia del adviento durante
estas cuatro semanas ha de expresar, con gestos y palabras, esta fe que nos
anima y sostiene.
El color morado de los ornamentos litúrgicos (rosa en el Domingo III “Gaudete”)
que tiene ahora un sentido ligeramente diferente a su uso cuaresmal. No es este
un tiempo penitencial como la cuaresma, pero sí lo es de conversión, de
despertar e intensificar la vigilancia espiritual.
No rezar ni cantar el Gloria en la misa expresa la reserva de la asamblea
celebrante, que contiene su alegría hasta que pueda gozarse plenamente con la
memoria del nacimiento del Señor. Esa misma reserva y contención, con sentido
pedagógico, nos pide una sobriedad en el adorno del altar y del templo y en el
uso de los instrumentos musicales.
La Palabra de Dios que se
proclama en las misas es la que mejor va marcando las actitudes espirituales
con que debe ser vivido. En su primera parte, hasta el día 16, las profecías de
Isaías nos piden sintonizar con el anhelo de un pueblo que necesita redención (¡en
adviento Israel y la Iglesia esperan juntos al Mesías: aquellos su primera
venida y nosotros su regreso glorioso!) y el “Hijo del hombre” y Juan Bautista
nos exhortan a la conversión ante la inminencia del Reino. Alcemos la cabeza
como pueblo que espera en las promesas de Dios, pues se acerca nuestra
liberación final, y cantemos: “Maranatha,
ven, Señor”.
En la última semana antes de
Navidad, desde el 17 hasta el 24, meditamos el cumplimiento de las profecías
mesiánicas en el nacimiento de Jesús, leyendo con los evangelistas Mateo y
Lucas los acontecimientos que lo prepararon.
La corona del adviento, parroquial o familiar, es también un signo “paralitúrgico”
valioso, ya muy arraigado, con el que visualizar que esperamos a quien es la
Luz (velas) y la Vida (ramas verdes). El encendido de cada vela puede ser la
ocasión de una sencilla celebración doméstica que tiene su belleza y su valor,
con niños o sin ellos.
¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que trae la
Buena Noticia! ¿Nos atrevemos a ser en este Adviento peregrinos mensajeros
de esperanza para un mundo que parece no esperar ya nada grande y bueno?

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