viernes, 18 de agosto de 2023

DOMINGO XX TIEMPO ORDINARIO (CICLO A)

 MUJER, QUÉ GRANDE ES TU FE


COMENTARIO A LAS LECTURAS DE LA MISA

La Palabra de Dios que nos trae la liturgia de la Iglesia en este domingo tiene un mensaje común, que conecta a las tres lecturas proclamadas y al salmo: la universalidad de la llamada a la salvación. O, dicho de otro modo: Dios quiere la salvación de todos sus hijos.

Muchas veces hablamos de Israel como el pueblo escogido por Dios en la historia de la salvación. Y es cierto: con ellos hace una alianza definitiva e irrevocable, les guía por medio de sus profetas y reyes, les corrige, les manifiesta su compromiso.

Pero esta elección no es con el fin de excluir al resto de las naciones y pueblos; Dios Yahvé no quiere promover el nacionalismo excluyente y el orgullo autosuficiente de los israelitas.

Les escoge y les hace vivir una experiencia de fe única con el fin de que lleven esa luz a los pueblos de la tierra y que amplíen las fronteras de la alianza, a fin de que termine siendo con toda la humanidad.

Este mensaje donde aparece con más claridad es en los profetas. Como en la primera lectura, tomada del profeta Isaías: también a los extranjeros que se han unido al Señor los va a llevar de júbilo en su templo, la casa de oración que debe albergar a todos los pueblos. Sus sacrificios y holocaustos sobre el altar serán tan agradables a Dios como los que traen los israelitas.

¿Entendieron los israelitas que la elección de Dios no debía derivar en un orgullo autosuficiente y excluyente de los demás? Claramente no. Y Jesús sufría como nadie esta mentalidad estrecha y excluyente, nacionalista. Muchos de sus desencuentros con los israelitas fueron provocados por su excesiva apertura hacia los de afuera: los extranjeros, los oficialmente impuros, los pecadores, los marginados.

Pero, lejos de evitarlo, para que no dijeran nada en su contra, Jesús ahondó en esas contradicciones de los israelitas religiosos, proponiéndoles como modelo de fe a muchos de los extranjeros que se iba encontrando: el leproso samaritano curado, que es el único que vuelve a dar gracias, el centurión romano que intercede por su criado, el buen samaritano, que se detiene en el camino a curar al herido…

Con esta clave debemos entender el evangelio de este domingo: Jesús recorre la región de Tiro y Sidón, una región de gentiles, de no judíos, que los israelitas más piadosos evitaban cruzar siquiera. Los apóstoles de Jesús eran judíos y participaban, por ello, de la mentalidad nacionalista excluyente que antes mencionamos. Jesús quiere provocarles a ellos, no a la mujer cananea, como puede parecer en una mirada superficial.

Esta se acerca pidiendo compasión por su hija enferma. Llama a Jesús “Hijo de David”, es decir el Mesías esperado. Jesús le responde con la actitud que aprobarían sus apóstoles judíos: la indiferencia y una respuesta muy ortodoxa: el Mesías solo ha sido enviado a las ovejas de Israel.

La mujer insiste y se postra, ahora le llama Señor-Kyrios, que es tanto como llamarle Dios y le dice “Señor, ayúdame”.

Los hebreos llamaban despectivamente a los gentiles “perros” y esa palabra dura usa Jesús. Seguramente sus apóstoles judíos estarían asintiendo con la cabeza la justa y aprobando la ortodoxa dureza de su Maestro.

Pero, de este modo, Jesús ha probado la fe de aquella mujer. Aunque sea extranjera, tiene más fe que los israelitas, ya que, a Pedro en el evangelio del pasado domingo, en la tempestad que amenazaba la barca, le llamó “hombre de poca fe” y ahora, a esta mujer la dice “Qué grande es tu fe”.

La provocación de Jesús haría reflexionar a sus apóstoles: los verdaderos hijos de Abraham son los que viven de verdad la fe, y no solo los que heredan una sangre y apellido por nacimiento.

¿Nos puede pasar como a los israelitas? Creernos que ya estamos salvados y que ya vivimos una vida de amistad con Dios porque tenemos el bautismo y las prácticas religiosas más o menos fieles. Recordemos este pasaje y la lección que Jesús da a sus apóstoles: lo que importa es la fe verdadera, la respuesta de fe y de obras según el Evangelio que demos al Señor. Ese es el único mérito posible para salvarse.

Dios quiere que su salvación llegue a todos. ¿Colaboramos con esta misión universal mediante nuestro testimonio permanente o nos guardamos la alegría de la fe para nosotros solos?

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