PERDÓNANOS Y ENSEÑANOS A PERDONAR
COMENTARIO A LAS LECTURAS DE LA MISA
El Señor es compasivo y
misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia. Así hemos repetido con el
salmo de este domingo. Los cristianos tenemos la inmensa suerte, de la que
puede que ya no nos demos ni cuenta, de conocer a Dios así, como es realmente:
un Padre compasivo, misericordioso, clemente, que no lleva cuentas del mal.
La experiencia más parecida que
hay, en este mundo, al amor de Dios es el amor de los padres. Los padres no se
cansan de perdonar, no se cansan de acoger, saben disculpar los errores e
ingratitudes de sus hijos porque el amor puede más en ellos. Es un desastre,
sí, pero… ¡es que es mi hijo!
Jesús vino del Padre a compartir
nuestra vida para que lo podamos conocer plenamente y para que podamos
relacionarnos con él como hijos que se saben amados y acogidos pese a todo,
estén como estén y sean como sean. Nos dijo que así debíamos llamar a Dios: el Padre
Nuestro.
Y, como hijos, nos debemos
parecer a nuestro padre Dios. Hoy la Palabra de Dios nos habla del rasgo de
Dios que más debemos imitar; no podemos imitar su sabiduría ni su omnipotencia,
porque somos muy limitados. Pero sí debemos imitarle en su compasión y su misericordia.
Esto es algo que ya el pueblo de
Israel, en la alianza anterior a Jesús, conocía. El libro de sabiduría llamado
Eclesiástico, que hemos escuchado en la primera lectura, nos lo ha dicho con
toda claridad: Perdona la ofensa a tu prójimo y, cuando reces, tus pecados te
serán perdonados. Si un ser humano alimenta la ira contra otro, ¿Cómo puede
esperar la curación del Señor? Si no se compadece de su semejante, ¿Cómo pide
perdón por sus propios pecados?
No puede estar más claro: Dios
nos perdona siempre, pero tenemos que saber perdonar nosotros. Cuántas veces
rezamos el Padre Nuestro decimos: perdona nuestras ofensas como también
nosotros perdonamos a los que nos ofenden.
El perdón puede ser difícil, o
incluso muy difícil si la ofensa recibida es grave, pero es necesario. El
perdón rompe las cadenas del rencor y del deseo de venganza, que es una atadura
que nos quita la paz y no nos deja vivir tranquilos. Puede que nos resulte
imposible perdonar y reconciliarnos si la otra persona no desea acoger nuestro
perdón, pero si hemos hecho lo posible por lograrlo, tendremos paz.
Cada uno responde ante Dios por
la parte que le corresponde hacer, no por lo que no hagan los demás.
La parábola del Evangelio no nos
deja indiferentes. A cualquier persona le parece mal la actitud del siervo
desagradecido: aunque le ha sido perdonada una deuda impagable, no es capaz de
perdonar la pequeña deuda que le debe su compañero y se dedica a maltratarlo.
Es normal que, al saberlo, su amo le llame e indignado le haga ver la
contradicción flagrante de su comportamiento.
¿No podemos decir cada uno de
nosotros que alguna vez, o más de alguna, hace lo mismo que el siervo de la
parábola? ¿No he pedido perdón a Dios y, a la vez, no he sido capaz de
perdonar?
Jesús quiere que nosotros, sus
amigos, demos testimonio del poder liberador y sanante del perdón, en un mundo
de corazones endurecidos y rencores que se van incluso heredando de padres a
hijos.
Necesitamos experimentar el
perdón para parecernos a Dios y lo necesitamos para ser más libres y más
felices. Pidamos hoy este regalo.
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