EL QUE PIERDA SU VIDA POR MÍ, LA ENCONTRARÁ
COMENTARIO A LAS LECTURAS DE LA MISA
En el evangelio de este domingo decimotercero, Jesús sigue
preparando a sus enviados para la misión. Una misión que debe continuar hasta
que él vuelva lleno de gloria y en la que, por tanto, estamos ahora plenamente
inmersos.
Si en el domingo pasado nos decía “No tengáis miedo de los
hombres, no tengáis miedo de los que sólo pueden matar el cuerpo, pero no el
alma”, en este nos dirige palabras que, de primeras, nos pueden resultar duras,
quizás hasta excesivas: “El que quiere a su padre o a su madre más que a mí, no
es digno de mí; el que quiere a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno
de mí; y el que no carga con su cruz y me sigue, no es digno de mí”.
¿Cómo puede pedir alguien semejante cosa?, ¿Quién puede
hablar así? Desde luego que la familia es un valor esencial en nuestra vida; es
el valor que resiste cuando los demás se desmoronan. De hecho, es la
institución más valorada socialmente incluso en un momento en el que las demás
parecen estar en descrédito.
Un hombre no puede pronunciar esas palabras ni pedir algo
así… sólo Dios puede pedirlo. Y sabemos que el primer mandamiento de la Ley de
Dios es precisamente: Amarás a Dios sobre todas las cosas, con todo tu corazón,
tu alma y tu ser. Jesucristo al decir que quien le siga debe amarle incluso más
que a su familia, está hablando como Dios mismo y no como un simple hombre, por
muy maestro que sea.
Dios es el valor más importante, el centro de la vida del
cristiano. Y nada ni nadie puede ocupar ese lugar que le corresponde: ni las
cosas, ni las personas. Ni siquiera las más queridas, como son la familia de
uno. Ni nada ni nadie.
Muchas veces la familia es el lugar en el que crecemos a la
fe, en la que la vivimos y los que nos rodean cada día nos ayudan a creer. Pero
reconozcamos que no siempre ocurre así: hay familias que son una barrera para la
fe cristiana de sus miembros: padres que se oponen a la vocación de sus hijos o
que se niegan a que sean bautizados o hagan la primera comunión, aunque los
niños lo deseen, esposos que llevan mal que sus esposas sean creyentes y vayan
a la iglesia, hijos o nietos que se burlan de la fe de sus mayores. Todo eso
ocurre entre nosotros con bastante frecuencia.
Por no hablar de los lugares en los que abrazar la fe
cristiana puede suponer la expulsión de tu casa o la persecución de tu propia
familia.
En definitiva, la familia es un don de Dios… pero no es Dios.
Solo Dios es Dios y nada puede ocupar su lugar primero.
En el evangelio de este domingo hay más sentencias de Jesús. “El
que os recibe a vosotros, me recibe a mí, y el que me recibe, recibe al que me
ha enviado”. Jesús se identifica con sus enviados, con sus discípulos y
apóstoles y será recompensado hasta un simple vaso de agua que se les dé por
ser sus discípulos. Como antes Dios se identificó con sus profetas y bendijo a
quienes les recibían, según acabamos de escuchar en la historia del profeta
Eliseo.
Esta palabra de Jesús
nos invita a preguntarnos si nos identificamos con la misión de la Iglesia, si
la hacemos nuestra y si colaboramos y queremos a los pastores que Dios nos da.
No está bien tirar piedras contra el propio tejado, dice la
sabiduría popular. Y el tejado que nos cobija a todos como familia de los hijos
de Dios es el de la Iglesia. Somos parte de ella y, aunque no es perfecta, como
no lo es nuestra propia familia, es nuestra familia de la fe.
No seamos nosotros de los que participan en las críticas
ácidas y desproporcionadas; al contrario, demos la cara por nuestra Iglesia y
participemos activamente de su misión.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.