VENID A MÍ LOS CANSADOS Y AGOBIADOS
Jesús dedicaba buena parte de su
jornada a orar. De hecho, así nos lo presenta el evangelio de este domingo:
orando. La oración para Jesús era como la respiración; oraba antes de tomar
decisiones como el inicio de la vida pública o la elección de los apóstoles,
oraba antes de sanar a un enfermo, oraba dando gracias… Esa oración de Jesús,
que era un coloquio de amor y confianza con el Padre, llamaba tanto la atención
a sus discípulos que le pidieron “Maestro, enséñanos a orar como tú”.
No oraba solamente con los
salmos, como cualquier israelita, sino que también lo hacía con sus propias
palabras. Fuera del templo y de la sinagoga, allí donde estuviera, también en
la montaña y en plena naturaleza.
Jesús ora emocionado, dando
gracias al Padre porque, aunque los sabios de su tiempo, tan satisfechos de sí
mismos que creían saberlo todo acerca de la religión, rechazaban su mensaje, lo
aceptaban los pequeños y los sencillos. Desde su venida los que mejor acogen al
Señor son los pequeños de Israel: María, José, los pastores, los ancianos
Simeón y Ana, los magos del oriente….
Y después serán los sencillos,
también, los que se entregan a compartir su misión: los Doce apóstoles son
pescadores de la región despreciada de Galilea, un impopular cobrador de
impuestos, las mujeres que le apoyan, enfermos curados…
El problema no está en la
sabiduría, porque hay personas muy cultas y sabias que, al mismo tiempo, son
sencillos de corazón. El problema está en creer que ya se sabe todo, que ya se
está de vuelta de todo o que no se necesita cambiar nada en la propia vida. A
quien vive así, tan cerrado en sí mismo, ¿Cómo se le puede anunciar el
evangelio de Jesús? Los prejuicios, el creer que ya se sabe, que ya se es
suficientemente bueno, es una barrera para abrirse a la verdad salvadora.
El estilo de Jesús siempre es la propuesta
sencilla, humilde, que debe ser aceptada desde la libertad propia. No se impone
a la fuerza ni con argumentos aplastantes. Es el estilo que describe la profecía
de Zacarías que hemos escuchado en la primera lectura: un rey que no viene a la
ciudad santa de Jerusalén con carros de combate ni con caballos aparejados con
riqueza, sino en un burro, la montura más humilde y pacífica.
Como sonarían a aquellas personas
del tiempo de Jesús, tan machacadas por los crueles romanos y por las
autoridades religiosas que, como decía Jesús “les cargan sobre sus hombros
fardos pesados que ellos no tocan ni con un dedo”, estas palabras: “Venid a mí
todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré”.
Hay muchas iglesias en las que
estas palabras están escritas en la pared, junto al sagrario.
Hay también hoy muchas personas
cansadas y agobiadas por los mil problemas de sus vidas. Se sienten sin fuerzas
ante dificultades familiares, laborales, afectivas, e incluso una suma de todas
ellas al mismo tiempo. ¿Dónde pueden encontrar descanso para sus almas
hundidas?
Cargar el yugo suave de Jesús es
aceptar su evangelio como guía para la vida, compartir sus valores, sus
criterios, su camino. Significa tener a
Dios por Padre y a los demás como hermanos, perdonar de corazón, vivir sin
apegos a los bienes de este mundo intentando hacer crecer el tesoro del cielo
practicando la caridad y sabiendo que, más allá de esta vida, nos espera otra
mejor. Este yugo de Jesús no esclaviza, sino que libera y da felicidad
auténtica.
¿Podrán escuchar quienes se
sienten más cansados y abatidos la palabra de Jesús “venid a mí los que estáis
cansados y abatidos y yo os aliviaré”?
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