El Señor nos ha dicho repetidamente que el Reino de Dios no es una obra
humana, sino que es una obra divina en primer lugar. Podemos recordar dos
parábolas con las que Jesús subraya esto: es como la semilla que crece de día y
de noche sin que el labrador sepa cómo, hasta dar la cosecha de espigas; es
como la levadura que el panadero mete en la masa y lo fermenta todo, aunque no
sepa explicar el proceso químico que se sigue.
Efectivamente, ¿Por qué puede llegar alguien a la fe, por qué puede aceptar el Evangelio de Jesús como la Buena Noticia liberadora y cambiar su vida? Es un misterio… ¿Por qué unos tenemos fe y otros no habiendo recibido la misma educación o viviendo en la misma familia? Es un misterio…
Pero lo cierto es que el Reino de Dios crece continuamente
en nuestro mundo y un día, no sabemos cuándo, será pleno, lo llenará todo.
Pero, ¡atención!, que sea en primer lugar obra de Dios no significa, ni mucho
menos, que no cuente con nosotros, con nuestra colaboración. La Buena Noticia
del Evangelio tiene que ser anunciada… para que la semilla crezca, es necesario
que haya quien la eche en la tierra, para que la levadura fermente, es
necesario que haya quien la mezcle con la masa.
Jesús ha llamado a sus seguidores más cercanos, es decir, a los Doce y los
envía con instrucciones bien precisas acerca de cómo deben ir a predicar por
los pueblos y aldeas de aquella Galilea del siglo I. Lo mismo hizo Dios con el
profeta Amós: lo llamó y envió a profetizar, aunque no era más que un pastor y
cultivador de sicómoros...
Esta es la vocación de todo bautizado y bautizada. Todo discípulo de Jesús
está llamado a ser misionero, está destinado a ser enviado, a ponerse en
camino, a compartir con sus hermanos y hermanas una Buena Noticia. Esto exige
una respuesta, y también la renuncia a ciertas comodidades y seguridades.
Por eso Jesús envía a los discípulos solo con lo imprescindible para el
camino, están llamados a confiar completamente en el que los envía; es por eso
que no necesitan prever muchas cosas para el camino. También hoy nosotros
estamos invitados a fiarnos, a creer de verdad que nuestra fe da sentido a la
vida, que salva, que sana, y que es lo que las personas, de cualquier edad o
mentalidad, más necesitan. Si no estamos convencidos como creyentes de esto, es
imposible que demos un testimonio convencido y convincente.
Según el Evangelio de Marcos, Jesús envía a los Doce con autoridad sobre
los espíritus inmundos y ellos salieron a predicar la conversión. No
tenemos por qué pensar aquí en exorcismos especiales, como aparecen a veces en
los evangelios.
Convertirse es expulsar, con la ayuda de Dios, esos "espíritus
inmundos" que contaminan nuestras relaciones interpersonales y fraternas,
nos vuelven indiferentes al sufrimiento del hermano y la hermana, nos vuelven
contra los que no son "de los nuestros". Y así podríamos hacer una
lista mucho más larga de los valores, actitudes y comportamientos que son
contaminadas precisamente por esos "impuros espíritus".
Echar los demonios y curar forma parte de la misión de los enviados. Jesús
les ha dado autoridad para eso. En este mundo atravesado por las muertes y
enfermedades a causa de la pandemia, más que nunca se hace necesario el
servicio de los discípulos y misioneros que curen diversas enfermedades y
conforten a los cansados del camino. El anuncio del Evangelio no es indiferente
al sufrimiento del hermano y hermana: curar, consolar, aliviar el dolor, el
sufrimiento, el hambre, el frío, la falta de amor, el rechazo, la
discriminación....
Hoy se nos está invitando continuamente a la misión, a dar, testimonio, a
ser profetas. Pero todo esto es imposible si no tenemos, en primer lugar, una
fe más convencida y personal, si no nos creemos realmente, como dice el apóstol
Pablo en la lectura de hoy, que hemos sido elegidos por amor, que Dios nos ha
destinado por medio de Jesucristo a ser sus hijos, que hemos sido marcados con
el Espíritu Santo Prometido… ¿Cómo se lo vamos a anunciar a los demás?
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