ALEGRÁOS POR VUESTRA RECOMPENSA EN EL CIELO
COMENTARIO A LAS LECTURAS DE LA MISA
¡Benditos los que buscan al Señor! Es la antífona del salmo
que hemos recitado en esta solemnidad de Todos los Santos. ¿Nos la creemos?
¿Realmente creemos que los dichosos, los felices, los bendecidos, son los que
buscan a Dios en su vida más que las cosas materiales o su propio interés?
Porque hoy celebramos a estos: a los buscadores de Dios, a
los hombres y mujeres que, a lo largo de los siglos, han realizado su vocación
bautismal del mejor modo en que pudieron hacerlo, como el Espíritu Santos les guio
a hacer.
¿Cuántos son los santos que hoy celebramos, dando gloria a Dios
por ellos con la eucaristía, al tiempo que ellos celebran con nosotros y nos
unen en su alabanza ininterrumpida a la Santísima Trinidad?
El libro del Apocalipsis, en la primera lectura, nos habla
de los 144.000 servidores de Dios, de las doce tribus de Israel, como una
imagen de la Iglesia universal; pero también de una muchedumbre inmensa, que
nadie podría contar, de todas las naciones, familias, pueblos y lenguas.
Todos esos santos, muchos de ellos anónimos para nosotros,
pero bien conocidos para Dios, están de pie, llenos de dignidad y de alegría
ante el trono del Cordero resucitado. Van vestidos con vestiduras blancas,
porque han conservado la vestidura de bautizados, llevan palmas en las manos,
porque han confesado con valentía la fe en Jesús aun a pesar de las
persecuciones por su nombre.
Lo que creyeron en esta vida es ahora para ellos una
realidad plena, la esperanza que les hizo caminar como peregrinos se ha visto
no solo satisfecha, sino colmada de un modo impensable. A eso se refiere el
apóstol san Juan cuando en la segunda lectura dice: ¡qué suerte tenemos de ser
amados por el Padre, ya en esta vida, y ser escogidos para ser sus hijos por el
bautismo!
Pero aún no se ha manifestado lo que estamos llamados a ser:
eso no lo podemos ni siquiera imaginar, lo que nos espera, lo que se nos va a
dar. “Seremos semejantes a Él porque le veremos tal cual es”.
El premio de los santos es estar ante Dios y vivir en Dios,
ser asumidos en Él. No necesitan ya nada más, porque todas sus búsquedas, sus
necesidades, sus anhelos, su hambre y su sed, quedan repletas.
Los santos nos sirven de ejemplo: si ellos, que llevaban
vidas como las nuestras, han vivido fielmente como hijos de Dios y discípulos
de Cristo, ¿por qué no vamos a hacerlo nosotros?
Pero, al mismo tiempo, son nuestros protectores e
intercesores, los que hacen camino con nosotros y no nos dejan. Por eso en la
plegaría de la misa siempre les recordamos:
Ten misericordia de todos nosotros,
y así, con María, la Virgen Madre de Dios,
su esposo san José,
los apóstoles y cuantos vivieron en tu amistad
a través de los tiempos,
merezcamos, por tu Hijo Jesucristo,
compartir la vida eterna y cantar tus alabanzas.
Todos los Santos vivieron conforme al espíritu de las
Bienaventuranzas de Jesús que hoy se nos proponen como evangelio. Con toda
seguridad que no les resultaría fácil siempre ser misericordiosos, buscar la
justicia, mirar con ojos limpios, perdonar… pero, sostenidos por la gracia de
Dios lo intentaron. Les mereció la pena: su recompensa es eterna, feliz, plena… ¡la que nos espera también a nosotros!

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