sábado, 4 de abril de 2020

DOMINGO DE RAMOS EN LA PASION DEL SEÑOR



«Bendito el que viene en nombre del Señor»
Hoy, “Domingo de Ramos en la Pasión del Señor” como lo titula la liturgia del día, hemos sido convocados por la Iglesia para entrar en la semana central del calendario cristiano y celebrar, en el arco de ocho días, los acontecimientos finales de la vida terrena de nuestro Salvador y redentor Jesucristo.

Nos encontramos, pues, en la recta final de la Cuaresma que desemboca en el sagrado “Triduo pascual de Jesucristo, muerto, sepultado y resucitado”, finalizando la Cuaresma que, si la hemos observado como desea y propone la Iglesia, ha preparado nuestro espíritu para celebrar y revivir en nosotros “los sentimientos propios de Cristo Jesús” que aun “siendo de condición divina… no retuvo ávidamente el ser igual a Dios; al contrario, se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo… hecho semejante a los hombres. Y así… se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz” (Fl 2,5-8).

En estas breves pero impresionantes frases de san Pablo se condensa el significado y el alcance de lo que nos disponemos a celebrar en los días de la Semana Santa. La tradición cristiana ha forjado con el paso del tiempo unas formas de expresión y de participación religiosa verdaderamente admirables hasta el punto de confundirse con nuestra propia identidad como pueblo.

Este año, sin embargo, las circunstancias que estamos viviendo acerca del peligro que supone el coronavirus (COVID-19) para toda la población, se han suprimido las procesiones. Por este motivo, permitidme invitaros a entrar, si cabe, más a fondo en la celebración litúrgica de la pasión, muerte y resurrección del Señor. Aquellos acontecimientos se hacen de algún modo presentes en la memoria viva de la Iglesia y en los sacramentos (cf. SC 7).

Jesucristo, el Rey Mesías entra de nuevo en nuestras vidas para sufrir la pasión y resucitar glorioso. Pero nosotros debemos entrar con Él en la pasión que vamos a celebrar, de manera que todo lo que somos y tenemos, todo lo que hacemos y padecemos cada uno, hemos de integrarlo en los acontecimientos de salvación que nos disponemos a celebrar, a fin de que todo eso sea asumido, purificado y renovado por Jesucristo con la fuerza de su Espíritu. La pasión de Cristo es la mayor prueba de amor que puede darse pues, como afirma san Juan, “tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3,16).

+Julián, Obispo de León

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