TAMPOCO YO TE CONDENO
COMENTARIO A LAS LECTURAS DE LA MISAEntramos ya en la recta final de la Cuaresma: este camino de
renovación personal y comunitaria que nos conduce hasta la Pascua del Señor.
Ya podemos dedicar un
momento a evaluarnos: ¿Cómo ha sido este itinerario?, ¿he puesto algo en
práctica las tres herramientas de este tiempo, que son la Oración, el Ayuno y
la Limosna?
O, por el contrario, ¿he dejado pasar con indolencia y
tibieza las semanas cuaresmales como si fuese otro tiempo cualquiera?
Aún queda una semana antes de entrar en los días más
importantes de nuestra fe, en el Santo Triduo Pascual, la celebración de la
muerte y resurrección salvadoras de Jesucristo. No la echemos a perder, ni la
dejemos pasar sin pena ni gloria.
De nuevo este domingo, como sucedió en el anterior con la
parábola del hijo pródigo, la Palabra de Dios nos dirige una llamada apremiante
a la conversión, a dejarnos perdonar el pecado y a vivir la alegría de la
reconciliación.
El evangelio de hoy no es una parábola, sino la narración de
una escena impresionante: ante Jesús, que estaba sentado enseñando, en el
pórtico del templo, como un maestro, presentan sus adversarios una mujer. Está
aterrada; es normal, porque ya ha sido condenada por su pecado a la muerte. Seguramente
la llevan hasta allí a rastras, maltratada, humillada de una forma indigna,
porque para ellos se trata solo de un ser indigno, que no merece vivir.
Y preguntan a Jesús qué se debe hacer con ella. Pero no
porque les interese su respuesta, sino con una mala intención; la mujer es solo
un pretexto para tender una trampa casi perfecta a Jesús. Si dice que no se la
debe lapidar, dirán que es un falso maestro religioso, ya que va contra la
tradición hebrea y aprueba un pecado grave. Si dice que se la debe lapidar…
¿Dónde queda, entonces, todo lo que enseña sobre el perdón y la misericordia
con parábolas como la del hijo pródigo o la oveja perdida?
Para aquellos
adversarios, llenos de rabia, es la ocasión para condenar a ambos: a la mujer
por pecadora y a Jesús por falso maestro. Van a matar, literalmente, dos
pájaros de un solo tiro.
Pero la mirada de Jesús es la mirada de Dios y ve hasta lo
profundo de los corazones. La respuesta que les da, después de escribir de modo
misterioso en el suelo, les desarma: “el que entre vosotros esté libre de
pecado, que le tire la primera piedra”.
Es como decirles: yo no apruebo su pecado, porque Dios no
quiere el pecado, pero si vosotros os habéis erigido en sus jueces, debéis ser
mejor que ella para poder castigarla. Les pone ante el espejo en el que no
querían mirarse: examinad vuestro corazón y vuestra vida y, si no habéis
pecado, sed jueces y arrojad las piedras que merece; si no, recibid primero las
piedras que merecéis vosotros.
¿Quién puede ser juez de los pecados ajenos? Jesús lo
enseñó: “no juzguéis y no seréis juzgados, no condenéis y no seréis condenados.
Saca primero la viga de tu ojo y entonces verás claro para sacar la mota del
ojo de tu hermano”.
Al final, enfrentados a su propia realidad de pecadores,
aquellos que iban a tirar piedras las dejan caer de las manos y, con vergüenza,
van escabulléndose.
No les queda otro remedio; si cada uno de nosotros, antes de
tirar la piedra contra el otro, pensase, muy en serio, si no la merece también,
seguramente haríamos lo mismo. ¿Quién está tan limpio como para poder ser juez
de otro?
Al final quedan
solos la mujer y Jesús; como dice san Agustín: se encuentran a solas la miseria
y la misericordia.
¿Dónde están tus acusadores? ¿Ninguno te ha condenado?
Tampoco yo te condeno, vete y, en adelante, no peques más.
En el sacramento de la reconciliación, o del perdón, en la
confesión, que la Iglesia nos pide que, al menos, lo recibamos una vez al año
en este tiempo cuaresmal y de Pascua, podemos sentir cómo Jesús pronuncia sobre
nosotros, de nuevo, estas palabras liberadoras: “tampoco yo te condeno. Vete
perdonado y no peques más”. No es un encuentro con un juez que interroga, sino
con el perdón renovador de Jesús que ahora nos llega, como ocurre en el resto
de los sacramentos, a través de la Iglesia.
Al comienzo nos hacíamos la pregunta: ¿He aprovechado este
tiempo de cuaresma que ya entra en su recta final? Lo haya aprovechado más o
menos, lo mejor y más grande que puedo hacer en lo que queda de cuaresma es
recibir el perdón sanador de Dios en el sacramento de la reconciliación. Tendré
la certeza de que Dios me ha perdonado, de que comienzo de nuevo.
Puedo ir a una de las iglesias en las que se ofrece más
continuamente o participar de las celebraciones penitenciales que tendremos en
las parroquias durante los días previos a la Semana Santa. Lo importante es que
pueda encontrarme con el amor de Dios que me levanta, como a la mujer caída, y
me devuelve libertad, limpieza y dignidad.
Entramos ya en la recta final de la Cuaresma: este camino de
renovación personal y comunitaria que nos conduce hasta la Pascua del Señor.
Ya podemos dedicar un
momento a evaluarnos: ¿Cómo ha sido este itinerario?, ¿he puesto algo en
práctica las tres herramientas de este tiempo, que son la Oración, el Ayuno y
la Limosna?
O, por el contrario, ¿he dejado pasar con indolencia y
tibieza las semanas cuaresmales como si fuese otro tiempo cualquiera?
Aún queda una semana antes de entrar en los días más
importantes de nuestra fe, en el Santo Triduo Pascual, la celebración de la
muerte y resurrección salvadoras de Jesucristo. No la echemos a perder, ni la
dejemos pasar sin pena ni gloria.
De nuevo este domingo, como sucedió en el anterior con la
parábola del hijo pródigo, la Palabra de Dios nos dirige una llamada apremiante
a la conversión, a dejarnos perdonar el pecado y a vivir la alegría de la
reconciliación.
El evangelio de hoy no es una parábola, sino la narración de
una escena impresionante: ante Jesús, que estaba sentado enseñando, en el
pórtico del templo, como un maestro, presentan sus adversarios una mujer. Está
aterrada; es normal, porque ya ha sido condenada por su pecado a la muerte. Seguramente
la llevan hasta allí a rastras, maltratada, humillada de una forma indigna,
porque para ellos se trata solo de un ser indigno, que no merece vivir.
Y preguntan a Jesús qué se debe hacer con ella. Pero no porque les interese su respuesta, sino con una mala intención; la mujer es solo un pretexto para tender una trampa casi perfecta a Jesús. Si dice que no se la debe lapidar, dirán que es un falso maestro religioso, ya que va contra la tradición hebrea y aprueba un pecado grave. Si dice que se la debe lapidar… ¿Dónde queda, entonces, todo lo que enseña sobre el perdón y la misericordia con parábolas como la del hijo pródigo o la oveja perdida?
Para aquellos adversarios, llenos de rabia, es la ocasión para condenar a ambos: a la mujer por pecadora y a Jesús por falso maestro. Van a matar, literalmente, dos pájaros de un solo tiro.
Pero la mirada de Jesús es la mirada de Dios y ve hasta lo
profundo de los corazones. La respuesta que les da, después de escribir de modo
misterioso en el suelo, les desarma: “el que entre vosotros esté libre de
pecado, que le tire la primera piedra”.
Es como decirles: yo no apruebo su pecado, porque Dios no
quiere el pecado, pero si vosotros os habéis erigido en sus jueces, debéis ser
mejor que ella para poder castigarla. Les pone ante el espejo en el que no
querían mirarse: examinad vuestro corazón y vuestra vida y, si no habéis
pecado, sed jueces y arrojad las piedras que merece; si no, recibid primero las
piedras que merecéis vosotros.
¿Quién puede ser juez de los pecados ajenos? Jesús lo
enseñó: “no juzguéis y no seréis juzgados, no condenéis y no seréis condenados.
Saca primero la viga de tu ojo y entonces verás claro para sacar la mota del
ojo de tu hermano”.
Al final, enfrentados a su propia realidad de pecadores,
aquellos que iban a tirar piedras las dejan caer de las manos y, con vergüenza,
van escabulléndose.
No les queda otro remedio; si cada uno de nosotros, antes de
tirar la piedra contra el otro, pensase, muy en serio, si no la merece también,
seguramente haríamos lo mismo. ¿Quién está tan limpio como para poder ser juez
de otro?
Al final quedan
solos la mujer y Jesús; como dice san Agustín: se encuentran a solas la miseria
y la misericordia.
¿Dónde están tus acusadores? ¿Ninguno te ha condenado?
Tampoco yo te condeno, vete y, en adelante, no peques más.
En el sacramento de la reconciliación, o del perdón, en la
confesión, que la Iglesia nos pide que, al menos, lo recibamos una vez al año
en este tiempo cuaresmal y de Pascua, podemos sentir cómo Jesús pronuncia sobre
nosotros, de nuevo, estas palabras liberadoras: “tampoco yo te condeno. Vete
perdonado y no peques más”. No es un encuentro con un juez que interroga, sino
con el perdón renovador de Jesús que ahora nos llega, como ocurre en el resto
de los sacramentos, a través de la Iglesia.
Al comienzo nos hacíamos la pregunta: ¿He aprovechado este
tiempo de cuaresma que ya entra en su recta final? Lo haya aprovechado más o
menos, lo mejor y más grande que puedo hacer en lo que queda de cuaresma es
recibir el perdón sanador de Dios en el sacramento de la reconciliación. Tendré
la certeza de que Dios me ha perdonado, de que comienzo de nuevo.
Puedo ir a una de las iglesias en las que se ofrece más
continuamente o participar de las celebraciones penitenciales que tendremos en
las parroquias durante los días previos a la Semana Santa. Lo importante es que
pueda encontrarme con el amor de Dios que me levanta, como a la mujer caída, y
me devuelve libertad, limpieza y dignidad.
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