VIVID CON LA CINTURA CEÑIDA Y LA LÁMPARA ENCENDIDA
El tema
central de la Palabra de Dios de este domingo es la Fe, que va unida a la
Esperanza. La Fe, la Esperanza y la Caridad son las tres virtudes que llamamos
en la fe cristiana virtudes teologales porque vienen de Dios, Dios las tiene en
grado sumo y, al vivirlas nosotros, nos asemejan a Dios, ya que somos su imagen
y semejanza.
La primera
lectura, tomada del Libro de la Sabiduría y la segunda, que es de la Carta a
los Hebreos, recuerdan la fe de los grandes personajes bíblicos: figuras como
Abraham, que ya ha aparecido en las lecturas de domingos anteriores, Sara,
Isaac, Jacob, son destacadas por su profunda fe.
Para todos
ellos la fe fue, sobre todo, la confianza en Dios aún sin tener certezas. Se
fiaron de las promesas de Dios y vivieron en permanente amistad con Él,
confiando en que se cumplirían tal y cómo se les había anunciado.
Las
dificultades de sus vidas, que fueron muchas y grandes, como salir de su
tierra, vivir como extranjeros en tierra extraña, esperar descendencia en la
vejez, las supieron llevar sin perder el ánimo, porque mantenían su confianza
en Dios.
Dice la
Palabra: “la fe es fundamento de lo que se espera y garantía de lo que no se
ve”. Un día cruzaremos el umbral de esta vida terrena, pasando a través de la
muerte y, si Dios quiere, veremos entonces con claridad lo que ahora solo
esperamos: la vida eterna, el abrazo de Dios, vivir en Él, el cielo. Y creer en
todo esto, nos ayuda ya a vivir este tiempo terreno con sus alegrías y con sus
penas, con sus ilusiones y, también, con sus cansancios.
No es lo
mismo, ni mucho menos, vivir con fe que vivir sin ella. Vivir con fe nos da
fortaleza, ánimo, confianza. Cuantas personas dicen de corazón: “Con lo que yo
he pasado en esta vida, si no me hubiese sostenido la fe, me habría hundido”.
Es verdad que la fe nos ayuda a vivir; hasta los médicos dicen que un paciente
con fe lleva de otra manera los dolores de una enfermedad grave.
Creer
ayuda siempre a vivir y nos hace bien. Porque creer no es solo admitir las
verdades de fe que profesamos en el Credo, o practicar el culto cristiano. Es
vivir con confianza y con esperanza, sabiendo que somos peregrinos y huéspedes
en la tierra, como dice la lectura segunda.
El que
tiene el don de la fe se siente peregrino en la vida porque espera alcanzar la
meta de la vida eterna y feliz. En cambio, el que no tiene fe puede sentirse en
la vida como un vagabundo: la vida le va llevando adelante, pero no sabe si va
a algún sitio, si le espera algo más allá de esto.
Tenemos
que darle gracias a Dios cada día por el regalo de la fe, pedirle que nos la
aumente y cuidarla y cultivarla con la comunidad cristiana, con la Iglesia.
Porque no peregrinamos solos, vamos con otros y nos necesitamos.
“No temas,
pequeño rebaño, porque vuestro Padre ha tenido a bien daros el reino”, nos dice
Jesús en el evangelio. Somos peregrinos por fe y debemos caminar sin temor.
Siempre con la lámpara de la fe encendida y con la cintura ceñida, es decir,
listos para servir a quien lo necesite y para recibir la visita de Dios.
La
parábola del ladrón que llega en la noche es una invitación a caminar
despiertos, a estar en vela y vigilancia, sin dormirse ni olvidar hacia dónde
vamos. Estad preparados…
Desde
luego que el Señor no es un ladrón al que temer porque asalta la casa de noche.
El mensaje es: vivid despiertos, estad preparados, y no penséis que el Señor se
retrasa o que no vendrá. Ha de llegar y recompensará amorosamente a los que
hayan vivido esperándole con ilusión y responsabilidad.
“Al que
mucho se le dio, mucho se le reclamará; al que mucho se le confió, más aún se
le pedirá”. Y nosotros somos de los que han recibido mucho: el bautismo desde
niños, la educación cristiana, el ejemplo de muchas personas buenas y de fe, la
Palabra de Dios, los sacramentos de la Iglesia…
Se nos
confía mucho para que demos fruto abundante.
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