HE VENIDO A TRAER FUEGO A LA TIERRA
COMENTARIO A LAS LECTURAS DE LA MISA En este
tiempo de la liturgia en el que estamos, llamado tiempo ordinario, que es el
más largo del año cristiano, revivimos la experiencia de los apóstoles, que
caminan con Jesús de un pueblo a otro. Y mientras caminan, le ven realizar los
signos de la llegada del Reino y van escuchando e interiorizando sus palabras.
El domingo
pasado la actitud que nos enseñaba era la fe vigilante: con la parábola del
ladrón que llega en la noche, nos invitaba a vivir con la fe despierta,
encendida la lámpara de la fe y ceñida la cintura para servir a los hermanos.
En este
domingo, la Palabra nos enseña la exigencia de la fe. La fe cristiana no es un
adorno superficial, ni un barniz o una colonia que nos damos por encima una vez
por semana para estar más guapos. La fe implica la vida entera, es una
pertenencia a Jesucristo y vivir con unos valores diferentes a los del mundo, por
lo que ser cristianos coherentes no es fácil.
Es por
ello que comenzamos siempre la eucaristía pidiendo perdón, reconociendo que
todos tenemos mucho que cambiar en nuestras actitudes y en nuestros actos para
ser auténticos discípulos de Jesús.
El
Evangelio es exigente. Todo lo que es bueno, grande, noble y bello en esta vida
implica esfuerzo; en cambio, lo cómodo, lo sencillo, suele valer más bien poco.
El evangelio de Jesucristo es el mensaje más grande y más elevado que podemos
escuchar en este mundo, no hay nada que lo supere.
Pero,
precisamente por ello, es muy exigente: amad a vuestros enemigos, sed perfectos
como lo es vuestro Padre, dad la vida unos por otros, amaos como yo os he
amado… el listón que pone Jesús es bien alto. Estamos en permanente conversión,
toda la vida.
Hace falta
valentía y fortaleza para optar por el seguimiento de Jesús en este mundo y a
ello invita la Palabra de Dios de hoy.
Comenzando
por el ejemplo del profeta Jeremías, al que le toca llevar a sus paisanos un
mensaje incomodo: en un momento de guerras y amenazas por las potencias
extranjeras les pide no resistir, confiar en Yahvé Dios y no en su potencia
militar. A causa de este mensaje es señalado como un enemigo público que
desmoraliza y condenado a ser tirado a un foso. Pero el profeta sigue confiando
en Dios porque ha hecho lo que se le ha encomendado.
La Carta a
los Hebreos nos dice que corramos, con constancia, en la carrera que nos toca,
renunciando a todo lo que nos estorba y el pecado que nos asedia. Cada uno
tiene su propia carrera que hacer, su propia lucha: la vida de familia, la vocación,
el trabajo, el compromiso con una misión, las enfermedades y la soledad… hay
que esforzarse para seguir adelante sin abandonar.
Y hacerlo
con la mirada puesta en Jesús, que llevó adelante el plan de salvación del
Padre hasta dar la vida por nosotros, soportando todo con amor, incluso morir
en la cruz.
Dice San
Pablo que, si los atletas se esfuerzan y se privan de tantas cosas por una
corona, por una copa o un trofeo, cuanto más nosotros debemos mantener con
ilusión y fortaleza la carrera de la fe si lo que nos espera al final es la
recompensa de la salvación y la vida eterna.
Vivir el
evangelio de Jesús con coherencia, digámoslo una vez más, no es cómodo ni
fácil. Si nos resulta cómodo y fácil, ¿no será porque lo adaptamos a nuestra conveniencia
y lo rebajamos a nuestro gusto?
Así
tenemos paz, sí, pero puede ser una paz falsa, superficial, en la que no hay
verdad. Jesús nos dice en el evangelio que él no ha venido a traer esa paz
cómoda y falsa. Y que la fe coherente puede traer fuego y división, a veces
hasta con los más cercanos.
En muchos
países del mundo hacerse cristiano implica ser rechazado por los de la propia
familia. Y, entre nosotros, ocurre tantas veces que un joven que manifiesta que
quiere ser sacerdote o religiosa sufre la incomprensión de los suyos, que
quizás soñaban un futuro más brillante según el mundo. Por tanto, este
evangelio de Jesús se sigue cumpliendo, tal cual, a día de hoy.
Pidamos
para todos nosotros hoy la fortaleza y la valentía de la fe. Que no hagamos un
Evangelio a nuestra medida, cómodo y aguado, sino que tratemos de correr la
carrera que nos toca sin perder el ánimo, levantándonos tantas veces como nos
caigamos.
En este
tiempo de la liturgia en el que estamos, llamado tiempo ordinario, que es el
más largo del año cristiano, revivimos la experiencia de los apóstoles, que
caminan con Jesús de un pueblo a otro. Y mientras caminan, le ven realizar los
signos de la llegada del Reino y van escuchando e interiorizando sus palabras.
El domingo
pasado la actitud que nos enseñaba era la fe vigilante: con la parábola del
ladrón que llega en la noche, nos invitaba a vivir con la fe despierta,
encendida la lámpara de la fe y ceñida la cintura para servir a los hermanos.
En este
domingo, la Palabra nos enseña la exigencia de la fe. La fe cristiana no es un
adorno superficial, ni un barniz o una colonia que nos damos por encima una vez
por semana para estar más guapos. La fe implica la vida entera, es una
pertenencia a Jesucristo y vivir con unos valores diferentes a los del mundo, por
lo que ser cristianos coherentes no es fácil.
Es por
ello que comenzamos siempre la eucaristía pidiendo perdón, reconociendo que
todos tenemos mucho que cambiar en nuestras actitudes y en nuestros actos para
ser auténticos discípulos de Jesús.
El
Evangelio es exigente. Todo lo que es bueno, grande, noble y bello en esta vida
implica esfuerzo; en cambio, lo cómodo, lo sencillo, suele valer más bien poco.
El evangelio de Jesucristo es el mensaje más grande y más elevado que podemos
escuchar en este mundo, no hay nada que lo supere.
Pero,
precisamente por ello, es muy exigente: amad a vuestros enemigos, sed perfectos
como lo es vuestro Padre, dad la vida unos por otros, amaos como yo os he
amado… el listón que pone Jesús es bien alto. Estamos en permanente conversión,
toda la vida.
Hace falta
valentía y fortaleza para optar por el seguimiento de Jesús en este mundo y a
ello invita la Palabra de Dios de hoy.
Comenzando
por el ejemplo del profeta Jeremías, al que le toca llevar a sus paisanos un
mensaje incomodo: en un momento de guerras y amenazas por las potencias
extranjeras les pide no resistir, confiar en Yahvé Dios y no en su potencia
militar. A causa de este mensaje es señalado como un enemigo público que
desmoraliza y condenado a ser tirado a un foso. Pero el profeta sigue confiando
en Dios porque ha hecho lo que se le ha encomendado.
La Carta a
los Hebreos nos dice que corramos, con constancia, en la carrera que nos toca,
renunciando a todo lo que nos estorba y el pecado que nos asedia. Cada uno
tiene su propia carrera que hacer, su propia lucha: la vida de familia, la vocación,
el trabajo, el compromiso con una misión, las enfermedades y la soledad… hay
que esforzarse para seguir adelante sin abandonar.
Y hacerlo
con la mirada puesta en Jesús, que llevó adelante el plan de salvación del
Padre hasta dar la vida por nosotros, soportando todo con amor, incluso morir
en la cruz.
Dice San
Pablo que, si los atletas se esfuerzan y se privan de tantas cosas por una
corona, por una copa o un trofeo, cuanto más nosotros debemos mantener con
ilusión y fortaleza la carrera de la fe si lo que nos espera al final es la
recompensa de la salvación y la vida eterna.
Vivir el
evangelio de Jesús con coherencia, digámoslo una vez más, no es cómodo ni
fácil. Si nos resulta cómodo y fácil, ¿no será porque lo adaptamos a nuestra conveniencia
y lo rebajamos a nuestro gusto?
Así
tenemos paz, sí, pero puede ser una paz falsa, superficial, en la que no hay
verdad. Jesús nos dice en el evangelio que él no ha venido a traer esa paz
cómoda y falsa. Y que la fe coherente puede traer fuego y división, a veces
hasta con los más cercanos.
En muchos
países del mundo hacerse cristiano implica ser rechazado por los de la propia
familia. Y, entre nosotros, ocurre tantas veces que un joven que manifiesta que
quiere ser sacerdote o religiosa sufre la incomprensión de los suyos, que
quizás soñaban un futuro más brillante según el mundo. Por tanto, este
evangelio de Jesús se sigue cumpliendo, tal cual, a día de hoy.
Pidamos
para todos nosotros hoy la fortaleza y la valentía de la fe. Que no hagamos un
Evangelio a nuestra medida, cómodo y aguado, sino que tratemos de correr la
carrera que nos toca sin perder el ánimo, levantándonos tantas veces como nos
caigamos.
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