CAMINEMOS JUNTOS EN ESPERANZA
COMENTARIO A LAS LECTURAS DE LA MISA En esta
peregrinación cuaresmal que hacemos juntos en esperanza hacia la Pascua de
Jesucristo, siempre se nos presenta, en el segundo domingo, el pasaje de la transfiguración.
Es una escena y un mensaje muy importantes, porque la transfiguración es un
adelanto de la Pascua hacia la que avanzamos.
No podemos
olvidar que la Cuaresma tiene dos aspectos fundamentales y complementarios.
Es, en
primer lugar, un tiempo penitencial, tiempo muy especial de gracia para acercarnos
y unirnos más a Jesucristo, que se entrega por nuestros pecados. Las
privaciones, el ayuno y la abstinencia que se nos invita a tener, tienen la
finalidad de hacernos más libres frente a las cosas, ayudándonos a experimentar
un poco lo que experimentan diariamente los más pobres, y unirnos a los sufrimientos
y la cruz de Jesús.
Un segundo
aspecto, no menos importante, es el de ayudarnos a redescubrir nuestro propio bautismo
que renovaremos, Dios mediante, en la noche de la Vigilia Pascual y en las
eucaristías del domingo de Pascua, afirmando las promesas bautismales y recibiendo
la aspersión del agua nueva. Precisamente la Cuaresma surgió como un espacio
más intenso de preparación para los catecúmenos antes de ser bautizados.
Si
el domingo primero, con el evangelio de las tentaciones en el desierto, se nos
invitaba a contemplar la solidaridad radical de Cristo con nuestra condición
humana, que él hace plenamente suya, en este segundo se nos ofrece un adelanto
esperanzador de la Pascua, la de Cristo y la nuestra, porque la gloria
resplandeciente que llena el cuerpo de Jesús es la misma que quiere compartir
con todos cuantos hemos sido bautizados en su muerte y resurrección.
San Pablo
nos lo dice así en su Carta a los Filipenses, que es hoy la segunda lectura:
“Nosotros, en cambio, somos ciudadanos del cielo, de donde aguardamos un
Salvador: el Señor Jesucristo. Él transformará nuestro cuerpo humilde según el
modelo de su cuerpo glorioso”.
Siempre
tenemos que redescubrir en nosotros el tesoro del bautismo, como un proyecto a
realizar durante toda la vida. En el agua de la pila bautismal, que simboliza
al mismo tiempo la tumba, para dar sepultura al hombre viejo en ella, y el
vientre materno, para dar a luz al hombre nuevo, hemos renacido todos para una
nueva vida.
Decía a
los catecúmenos un antiguo Padre de la Iglesia: “En el mismo momento habéis
muerto y habéis nacido, y aquella agua llegó a ser para vosotros sepulcro y
madre”.
La
vestidura blanca que colocaron sobre nosotros después de derramar el agua, ese
pañito blanco que se pone sobre la cabeza de los bebes, y que también nosotros
llevamos, era ya un anuncio visible de nuestra nueva condición: hemos sido
revestidos en Cristo.
Moisés y
Elías, que representan la Ley y la Profecía, los dos pilares de la fe de Israel,
aparecen en el relato del evangelio conversando sobre el éxodo de Jesús que iba
a consumar en Jerusalén. Tras el éxodo del desierto, llega Israel a la tierra
prometida. Tras el éxodo de su Pasión llega Jesús a la Pascua; y, tras el éxodo
de esta vida, vivida en fe, llegaremos a la nuestra verdadera patria: el cielo.
Cuando uno
está muy a gusto en un sitio, no quiere que esa experiencia se acabe nunca. Es
lo que ocurrió a Pedro, y por eso le dice a Jesús que quiere hacer tres tiendas
para que se queden, para poder prolongar la paz y la alegría que sienten. Pero
la experiencia de la Transfiguración en el Tabor es solo un adelanto de la
Pascua; primero hay que pasar por la entrega de la cruz, por el Calvario, por
el éxodo. Hay que bajar del monte y seguir caminando hacia Jerusalén, guiados
por la fe.
Todos
necesitamos momentos de encuentro profundo con Dios que reaviven nuestra fe
cristiana: es la eucaristía, es un momento de oración silenciosa y personal, es
participar en un grupo de la parroquia, es disfrutar de la creación y de la
naturaleza…
Pero esos
momentos no son definitivos y lo sabemos. Hay que bajar del Tabor y seguir
caminando en la vida cotidiana, que a veces se nos hace un camino duro.
Este
segundo domingo de Cuaresma nos deja claro que en el peregrinar de la vida no
vamos como vagabundos, que van dando tumbos sin dirección clara, sino como
peregrinos. Sabemos a dónde vamos y vamos con otros, en comunidad: somos
ciudadanos del cielo y allí seremos transfigurados como el Señor.
Caminemos juntos en esperanza.
En esta
peregrinación cuaresmal que hacemos juntos en esperanza hacia la Pascua de
Jesucristo, siempre se nos presenta, en el segundo domingo, el pasaje de la transfiguración.
Es una escena y un mensaje muy importantes, porque la transfiguración es un
adelanto de la Pascua hacia la que avanzamos.
No podemos
olvidar que la Cuaresma tiene dos aspectos fundamentales y complementarios.
Es, en
primer lugar, un tiempo penitencial, tiempo muy especial de gracia para acercarnos
y unirnos más a Jesucristo, que se entrega por nuestros pecados. Las
privaciones, el ayuno y la abstinencia que se nos invita a tener, tienen la
finalidad de hacernos más libres frente a las cosas, ayudándonos a experimentar
un poco lo que experimentan diariamente los más pobres, y unirnos a los sufrimientos
y la cruz de Jesús.
Un segundo aspecto, no menos importante, es el de ayudarnos a redescubrir nuestro propio bautismo que renovaremos, Dios mediante, en la noche de la Vigilia Pascual y en las eucaristías del domingo de Pascua, afirmando las promesas bautismales y recibiendo la aspersión del agua nueva. Precisamente la Cuaresma surgió como un espacio más intenso de preparación para los catecúmenos antes de ser bautizados.
Si el domingo primero, con el evangelio de las tentaciones en el desierto, se nos invitaba a contemplar la solidaridad radical de Cristo con nuestra condición humana, que él hace plenamente suya, en este segundo se nos ofrece un adelanto esperanzador de la Pascua, la de Cristo y la nuestra, porque la gloria resplandeciente que llena el cuerpo de Jesús es la misma que quiere compartir con todos cuantos hemos sido bautizados en su muerte y resurrección.
San Pablo
nos lo dice así en su Carta a los Filipenses, que es hoy la segunda lectura:
“Nosotros, en cambio, somos ciudadanos del cielo, de donde aguardamos un
Salvador: el Señor Jesucristo. Él transformará nuestro cuerpo humilde según el
modelo de su cuerpo glorioso”.
Siempre
tenemos que redescubrir en nosotros el tesoro del bautismo, como un proyecto a
realizar durante toda la vida. En el agua de la pila bautismal, que simboliza
al mismo tiempo la tumba, para dar sepultura al hombre viejo en ella, y el
vientre materno, para dar a luz al hombre nuevo, hemos renacido todos para una
nueva vida.
Decía a
los catecúmenos un antiguo Padre de la Iglesia: “En el mismo momento habéis
muerto y habéis nacido, y aquella agua llegó a ser para vosotros sepulcro y
madre”.
La
vestidura blanca que colocaron sobre nosotros después de derramar el agua, ese
pañito blanco que se pone sobre la cabeza de los bebes, y que también nosotros
llevamos, era ya un anuncio visible de nuestra nueva condición: hemos sido
revestidos en Cristo.
Moisés y
Elías, que representan la Ley y la Profecía, los dos pilares de la fe de Israel,
aparecen en el relato del evangelio conversando sobre el éxodo de Jesús que iba
a consumar en Jerusalén. Tras el éxodo del desierto, llega Israel a la tierra
prometida. Tras el éxodo de su Pasión llega Jesús a la Pascua; y, tras el éxodo
de esta vida, vivida en fe, llegaremos a la nuestra verdadera patria: el cielo.
Cuando uno
está muy a gusto en un sitio, no quiere que esa experiencia se acabe nunca. Es
lo que ocurrió a Pedro, y por eso le dice a Jesús que quiere hacer tres tiendas
para que se queden, para poder prolongar la paz y la alegría que sienten. Pero
la experiencia de la Transfiguración en el Tabor es solo un adelanto de la
Pascua; primero hay que pasar por la entrega de la cruz, por el Calvario, por
el éxodo. Hay que bajar del monte y seguir caminando hacia Jerusalén, guiados
por la fe.
Todos
necesitamos momentos de encuentro profundo con Dios que reaviven nuestra fe
cristiana: es la eucaristía, es un momento de oración silenciosa y personal, es
participar en un grupo de la parroquia, es disfrutar de la creación y de la
naturaleza…
Pero esos
momentos no son definitivos y lo sabemos. Hay que bajar del Tabor y seguir
caminando en la vida cotidiana, que a veces se nos hace un camino duro.
Este
segundo domingo de Cuaresma nos deja claro que en el peregrinar de la vida no
vamos como vagabundos, que van dando tumbos sin dirección clara, sino como
peregrinos. Sabemos a dónde vamos y vamos con otros, en comunidad: somos
ciudadanos del cielo y allí seremos transfigurados como el Señor.
Caminemos juntos en esperanza.
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