UN PADRE TENÍA DOS HIJOS...
COMENTARIO A LAS LECTURAS DE LA MISAEl domingo
cuarto es un domingo diferente, y por eso se le llama en la tradición con una
palabra latina: Domingo Laetare, que significa Domingo de la Alegría.
¿Cuál es
el motivo de que este domingo se nos invite a la alegría y de que en la misa el
sacerdote pueda vestir con el color rosa, en lugar del morado penitencial de
toda la cuaresma?
Porque la
Pascua está ya más cerca, y en ella vamos a celebrar la resurrección de los que
estábamos muertos por el pecado a una vida nueva. Dios nos reconcilió consigo
por medio de Cristo, lo viejo ha pasado, ha comenzado lo nuevo, somos criaturas
nuevas. Es lo que hemos escuchado en la segunda lectura de la carta del apóstol
san Pablo a los cristianos de Corinto.
Es cierto
que aún nos queda un domingo más de la Cuaresma y que aún deberemos acompañar a
Cristo en la Semana Santa, en su camino hasta la muerte en cruz. Pero ya
sabemos que el final de esta es la Pascua, que la muerte será vencida y que
nosotros estamos reconciliados. No porque seamos buenos y justos, que no lo
somos, sino porque Dios nos ama hasta el extremo de que su Hijo da la vida por
nosotros y nos trae una nueva vida.
Tampoco el
pueblo de Israel era bueno; muchas veces renegó de Dios y desconfió de Moisés,
volviéndose hacia los ídolos en lugar de adorar al Dios verdadero. Pero Dios no
dejó de amarlos, les condujo por el desierto y les llevó a la tierra prometida:
“hoy os he quitado encima el oprobio de Egipto, comenzaron a comer los
productos de la tierra, comieron la cosecha de la tierra de Canaán”.
Todas las
lecturas de hoy convergen realmente hacia el Evangelio, que es la parábola
maravillosa del Hijo pródigo. Muchos han dicho que deberíamos llamarla, más
bien, la parábola del Padre providente y sus dos hijos, porque el verdadero
protagonista de la historia es el Padre.
Es muy
importante para entender su sentido completo, que nos fijemos en el contexto en
el que Jesús la proclama: se acercaban a escuchar a Jesús los publicanos y los
pecadores. Eran personas vistas como muy alejadas de Dios, indignas de estar en
el templo, señaladas públicamente como perdidos e irrecuperables.
Y para los
fariseos y los escribas, que cumplían escrupulosamente la Ley de Moisés y
tenían a gala ante todos ser los más religiosos, aquello era un completo
escándalo: ¿Cómo podía Jesús, el maestro galileo, ser un profeta de Dios y, al
mismo tiempo, dejar que se le juntasen semejantes personas? ¿Cómo podía llegar
a comer con ellos y aceptar su hospitalidad?
Para
ellos, aquellos publicanos y pecadores solo merecían la condena y el repudio
público, pero no predicaciones ni conversaciones, ya que no volverían nunca a
Dios, era tiempo perdido.
Ante ese
escándalo, y las murmuraciones de los que se consideraban a sí mismos como
justos y santos, Jesús dijo esta parábola. Hay un Padre, que ama con paciencia
infinita, y hay dos hijos: el menor y el mayor. Cada uno de ellos representa un
modo de estar lejos de Dios, una forma de vivir en el pecado.
El hijo
menor, que es en el que más solemos fijarnos al leer esta parábola, representa
a aquellos publicanos y pecadores públicos: se ha apartado del Padre porque se
ha engañado creyendo que si se alejaba de él y de su casa iba a ser más libre y
más feliz. Le ha pedido su parte de la herencia sin esperar a que fallezca,
como si le desease ya la muerte, y se ha ido muy lejos a vivir sin dignidad
alguna, como un siervo de otros, hasta tocar fondo: cuidar cerdos y no poder
comer ni lo que ellos comen. Pasó de hijo a siervo.
El hijo
mayor representa a los fariseos y escribas, que critican la actitud compasiva
de Jesús: están siempre en la casa del Padre, pero no le aman, viven como
jornaleros que cumplen su deber esperando la recompensa de ser buenos, pero no
como Hijos. Saben obedecer fielmente, pero no son capaces de amar. Y cuando su
hermano menor, que estaba muerto por el pecado, vuelve a la casa del Padre, no
se alegran, sino que se carcomen de envidia y de odio hacia al Padre, que les
parece demasiado bueno y blando.
¿Cuál de
los dos hijos se había alejado más del amor y de la casa del Padre? Los dos,
aunque sea por razones y por caminos distintos.
¿Con cuál
de ellos me identifico más? ¿Soy el hijo menor, que se ha ido lejos y viviendo
perdido en el pecado ha perdido su dignidad de hijo de Dios?
¿Soy,
acaso, el hijo mayor que está siempre en la casa del Padre, que obedece y
cumple, pero no porque se siente amado y agradecido, sino por obligación y
esperando alguna recompensa?
¿Me alegro
cuando mi hermano menor vuelve a casa o pienso que "es un cachondeo"
tener un Padre tan blando, que nunca se cansa de perdonar?
Seguimos
caminando en esperanza durante esta Cuaresma, preparándonos para encontrarnos
con el amor del Padre Dios que nos espera siempre.
El domingo
cuarto es un domingo diferente, y por eso se le llama en la tradición con una
palabra latina: Domingo Laetare, que significa Domingo de la Alegría.
¿Cuál es
el motivo de que este domingo se nos invite a la alegría y de que en la misa el
sacerdote pueda vestir con el color rosa, en lugar del morado penitencial de
toda la cuaresma?
Porque la
Pascua está ya más cerca, y en ella vamos a celebrar la resurrección de los que
estábamos muertos por el pecado a una vida nueva. Dios nos reconcilió consigo
por medio de Cristo, lo viejo ha pasado, ha comenzado lo nuevo, somos criaturas
nuevas. Es lo que hemos escuchado en la segunda lectura de la carta del apóstol
san Pablo a los cristianos de Corinto.
Es cierto
que aún nos queda un domingo más de la Cuaresma y que aún deberemos acompañar a
Cristo en la Semana Santa, en su camino hasta la muerte en cruz. Pero ya
sabemos que el final de esta es la Pascua, que la muerte será vencida y que
nosotros estamos reconciliados. No porque seamos buenos y justos, que no lo
somos, sino porque Dios nos ama hasta el extremo de que su Hijo da la vida por
nosotros y nos trae una nueva vida.
Tampoco el
pueblo de Israel era bueno; muchas veces renegó de Dios y desconfió de Moisés,
volviéndose hacia los ídolos en lugar de adorar al Dios verdadero. Pero Dios no
dejó de amarlos, les condujo por el desierto y les llevó a la tierra prometida:
“hoy os he quitado encima el oprobio de Egipto, comenzaron a comer los
productos de la tierra, comieron la cosecha de la tierra de Canaán”.
Todas las
lecturas de hoy convergen realmente hacia el Evangelio, que es la parábola
maravillosa del Hijo pródigo. Muchos han dicho que deberíamos llamarla, más
bien, la parábola del Padre providente y sus dos hijos, porque el verdadero
protagonista de la historia es el Padre.
Es muy
importante para entender su sentido completo, que nos fijemos en el contexto en
el que Jesús la proclama: se acercaban a escuchar a Jesús los publicanos y los
pecadores. Eran personas vistas como muy alejadas de Dios, indignas de estar en
el templo, señaladas públicamente como perdidos e irrecuperables.
Y para los
fariseos y los escribas, que cumplían escrupulosamente la Ley de Moisés y
tenían a gala ante todos ser los más religiosos, aquello era un completo
escándalo: ¿Cómo podía Jesús, el maestro galileo, ser un profeta de Dios y, al
mismo tiempo, dejar que se le juntasen semejantes personas? ¿Cómo podía llegar
a comer con ellos y aceptar su hospitalidad?
Para
ellos, aquellos publicanos y pecadores solo merecían la condena y el repudio
público, pero no predicaciones ni conversaciones, ya que no volverían nunca a
Dios, era tiempo perdido.
Ante ese
escándalo, y las murmuraciones de los que se consideraban a sí mismos como
justos y santos, Jesús dijo esta parábola. Hay un Padre, que ama con paciencia
infinita, y hay dos hijos: el menor y el mayor. Cada uno de ellos representa un
modo de estar lejos de Dios, una forma de vivir en el pecado.
El hijo
menor, que es en el que más solemos fijarnos al leer esta parábola, representa
a aquellos publicanos y pecadores públicos: se ha apartado del Padre porque se
ha engañado creyendo que si se alejaba de él y de su casa iba a ser más libre y
más feliz. Le ha pedido su parte de la herencia sin esperar a que fallezca,
como si le desease ya la muerte, y se ha ido muy lejos a vivir sin dignidad
alguna, como un siervo de otros, hasta tocar fondo: cuidar cerdos y no poder
comer ni lo que ellos comen. Pasó de hijo a siervo.
El hijo
mayor representa a los fariseos y escribas, que critican la actitud compasiva
de Jesús: están siempre en la casa del Padre, pero no le aman, viven como
jornaleros que cumplen su deber esperando la recompensa de ser buenos, pero no
como Hijos. Saben obedecer fielmente, pero no son capaces de amar. Y cuando su
hermano menor, que estaba muerto por el pecado, vuelve a la casa del Padre, no
se alegran, sino que se carcomen de envidia y de odio hacia al Padre, que les
parece demasiado bueno y blando.
¿Cuál de
los dos hijos se había alejado más del amor y de la casa del Padre? Los dos,
aunque sea por razones y por caminos distintos.
¿Con cuál
de ellos me identifico más? ¿Soy el hijo menor, que se ha ido lejos y viviendo
perdido en el pecado ha perdido su dignidad de hijo de Dios?
¿Soy,
acaso, el hijo mayor que está siempre en la casa del Padre, que obedece y
cumple, pero no porque se siente amado y agradecido, sino por obligación y
esperando alguna recompensa?
¿Me alegro
cuando mi hermano menor vuelve a casa o pienso que "es un cachondeo"
tener un Padre tan blando, que nunca se cansa de perdonar?
Seguimos
caminando en esperanza durante esta Cuaresma, preparándonos para encontrarnos
con el amor del Padre Dios que nos espera siempre.
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