AMAD AL ESTILO DEL PADRE
COMENTARIO A LAS LECTURAS DE LA MISA
En el
evangelio del domingo pasado escuchábamos las bienaventuranzas. Nos parecía un
mensaje difícil y exigente o, al menos, que va en contracorriente de los
valores del mundo: Jesús declara felices a los que ahora lloran, a los
perseguidos por buscar la justicia, a los que padecen porque quieren lograr la
paz…
Jesús
declara felices, en definitiva, a los se deciden a vivir como ciudadanos del
Reino, buscando la felicidad y el sentido de la vida no en las ilusiones del
tener, del poder y del placer, sino en la compasión, en la generosidad, en la verdad.
En
continuidad con el mensaje de las bienaventuranzas es cómo debemos entender el
evangelio de hoy, que nos remueve y nos cuestiona a todos. El Antiguo
Testamento había pedido a los israelitas: “Ama a tu prójimo y odia solo a tu
enemigo”.
Era una invitación
a que no se odiara a los del mismo pueblo, a que se guardara ese respeto a los
más cercanos. Y también les había pedido que la venganza fuera proporcional al
daño infringido y nunca desproporcionada: la llamada ley del Talión pedía “ojo
por ojo y diente por diente”.
Pero Jesús
vino del Padre y se hace hombre para que los seres humanos pudiéramos vivir
como hijos de Dios, al estilo de nuestro Padre Dios. No basta con ser
moderadamente buenos o con no ser del todo malos: hay que imitar al Padre Dios.
Y, ¿cómo es el Padre Dios con nosotros? ¿Nos castiga cada vez que pecamos, nos
maldice, nos deshereda? ¿Hace llover buena lluvia solo sobre las tierras de los
que creen en él, de los que le rezan, de los que cumplen sus mandamientos?
¿Hace llover fuego sobre los que no le reconocen, no le adoran, no le
agradecen?
Al contrario;
Jesús nos dice que el Padre Dios es bueno también con los malvados y
desagradecidos. Que espera siempre, que siempre vuelve a dar una oportunidad,
que no se cansa de amar, ni siquiera a los que no lo reconocen ni lo aman.
El amor de
Dios como nos lo ha manifestado su Hijo Jesús es fiel, desinteresado, paciente,
compasivo, misericordioso, infinito. Como el del mejor de los padres o la mejor
de las madres.
Ese amor
del Padre Dios es el mismo que vivió su Hijo Jesús y es el que nos enseña que
debemos vivir con los demás si queremos ser verdaderamente Hijos del Altísimo.
Cuando nuestra ayuda a los demás es interesada, porque esperamos que nos la
devuelvan, cuando queremos solo a los nuestros, cuando juzgamos, cuando
condenamos, cuando no somos misericordiosos con los defectos y los errores de
los demás… estamos aún muy lejos de parecernos a Dios en su forma de amar.
Entonces
nos estaremos privando de la alegría de vivir como hijos de Dios que se parecen
a su Padre, sin dejarse invadir por rencores y odios, que nos van intoxicando
la vida como el peor veneno posible.
¿Cómo
poder llevar esto a la práctica? Jesús nos da una clave muy práctica: Usad en
todo momento con los demás la misma medida que deseáis que usen con vosotros.
¿No deseas ser juzgado ni condenado? No lo hagas. ¿Deseas ser ayudado
incondicionalmente? Ayuda incondicionalmente. ¿Quieres ser perdonado? Perdona.
Vivir este
evangelio, aunque nos resulte difícil, sabemos que nos señala el camino de la
verdadera felicidad y de la vida recta. Quien vive así recibe la bendición
permanente de Dios como el rey David, que recibe la bendición de Dios como rey
porque, pudiendo optar por el camino de la venganza hacia Saúl, su enemigo y
perseguidor, prefiere el camino del perdón. Por eso la liturgia de este domingo
nos lo presenta como un anuncio del mensaje de Cristo.
Vivir como
seres terrenales, que devuelven bien por bien y mal por mal, es poco para los
que queremos ser discípulos de Jesús. La meta que el Señor nos propone es mucho
más alta: es vivir el amor a imagen del modo en que Dios nos ama.
Con la
gracia de Dios, que recibimos en esta celebración, en el encuentro con su
Palabra, con la Comunidad y con su presencia eucarística, podemos recobrar las
fuerzas para seguir intentándolo.
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