BENDITO QUIEN CONFÍA EN EL SEÑOR
Entre los
millones de personas que habitamos este mundo hay tantas diferencias de origen,
de color, de pensamiento, de creencias… Pero algo que es común a todos es el
deseo de ser felices, de llevar una vida lo más plena posible, venciendo, para
ello, las limitaciones o, al menos, aceptándolas y sobreponiéndonos.
La
revelación, ya desde el Génesis, nos dice que estamos hechos a imagen y
semejanza de Dios, que nuestra felicidad consiste en realizar esa llamada,
escrita en nuestra naturaleza, a vivir como hijos suyos.
Pero
muchos no lo descubren así y buscan la felicidad por caminos que no conducen a
una vida auténtica y plena. Siempre estamos eligiendo en la vida, y de eso nos
habla la Palabra de Dios de hoy: de los caminos y las elecciones que tomamos… y
a dónde nos conducen unos y otros.
La primera
lectura de hoy, tomada del profeta Jeremías, presenta dos opciones de vida: la
de quien pone su confianza en el hombre, en las criaturas, en lo que puede
tocar, medir y ver, y la de quien pone su confianza en el Señor.
El profeta
compara las dos opciones con dos plantas: quien confía en sí mismo, en lo
material, en sus propias y únicas fuerzas, es como un cardo en un terreno sin
agua, en un desierto en el que no crece nada. Todos tenemos la imagen de un
cardo… uno no puede ni acercarse a él, porque se pica.
Quien
confía en Dios, en cambio, es un árbol plantado junto a una corriente; la
sequía, que son las dificultades, llegan también para él o ella. Pero esa
corriente que nutre desde el interior permanece ahí, en lo profundo, y, por
ello, es capaz de soportar las dificultades sin secarse. Todos conocemos
personas de fe que han podido vencer grandes dificultades y sufrimientos en la
vida sin desesperarse ni convertirse en seres amargados o agresivos.
Y, tantas
veces, surge la pregunta: ¿de dónde saca fuerzas esta persona que ha sufrido
estos reveses tan fuertes? En el texto de hoy tenemos la respuesta: aunque
llegue el estío y la sequía, no deja de estar verde ni de producir fruto su
árbol, porque las raíces están bien adentro y las nutre la corriente de la fe y
la confianza en Dios.
Es el
mismo mensaje que encontramos en el Evangelio. El Señor nos desconcierta con
sus bienaventuranzas siempre que las oímos o leemos, como lo haría con la
multitud que le escuchaba en aquel llano.
Declara
bienaventurados, es decir, dichosos y felices, a aquellos a los que el mundo
considera desgraciados. Y declara desgraciados, con esos “¡Ay de vosotros!”, a
aquellos a los que el mundo consideraría felices y afortunados. Basta con ver que,
cada poco, los periódicos, los telediarios, las redes sociales, nos dan la
noticia de quienes son los más ricos de España o del mundo; nos los presentan
como ideales inalcanzables para el resto de los pobres mortales, invitados a
desear, admirar y envidiar desde lejos.
El Señor
Jesús, el Maestro de la vida, nos dice que no nos fijemos en las apariencias,
porque no es realmente así. ¿Quiénes dice Jesús que son realmente los
bienaventurados, los felices aquí ahora y, después, en la vida eterna? Los que
hacen opción por el Reino de Dios, aunque eso les traiga privaciones,
sufrimientos y renuncias.
Entendamos
bien este mensaje: Dios no bendice la miseria ni la desea para nadie; de hecho,
si hay tanta miseria y desigualdad en este mundo no es por culpa de Dios, sino
por culpa de todos nosotros, que no queremos compartir los recursos que Dios
puso en este mundo para todos.
Pero,
desde luego, lo que Dios maldice, que es decir mal, es la riqueza insolidaria,
el derroche ciego, la saciedad insensible de quien ríe, goza y banquetea como
si a su lado no hubiese nadie sufriendo… ¡Ay de vosotros, que creéis que lo
tenéis todo y, en realidad, estáis vacíos!
Quien se
deja conmover por el hambre, por la tristeza, por la persecución o el maltrato
del hermano es un Bienaventurado.
Tiene ya su recompensa en este mundo, pero la tendrá, aún mayor, en el reino de
los cielos que está llegando.
Quien se
cierra en su egoísmo, quien quiere gozar ávidamente de todo lo que existe,
cerrando sus ojos a las necesidades que le rodean, es un Desgraciado que ha equivocado el sentido de la vida y busca la
felicidad por un camino equivocado, es digno de lástima, aunque parezca
triunfar.
Quien
confía en Dios es como el árbol de raíces profundas, que soporta sequias y
tormentas; quien confía en sí mismo y en sus recursos es un cardo que, antes o después,
se seca y desaparece.
Hoy la
Palabra de Dios nos ha invitado a preguntarnos: ¿Dónde pongo yo mi
confianza? ¿En Dios o en las cosas, en mis fuerzas, en los bienes?
¿Me
declara el Señor bienaventurado o me incluye entre aquellos de los que dice “Ay
de vosotros…”?
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