VOSOTROS SOIS TESTIGOS
COMENTARIO A LAS LECTURAS DE LA MISA
Continuamos adelante en el camino alegre del tiempo pascual. Si hay algo que se repite en las lecturas de la misa durante la Pascua son las apariciones de Cristo Resucitado a sus discípulos. El Señor se empeña en hacerse presente entre ellos, en manifestarse en muchos lugares y ambientes; no se cansa de darles pruebas de que vive. Y también se les manifiesta por el camino, como a los dos que regresaban decepcionados desde Jerusalén a su aldea de Emaús.
Y es que, aunque a veces pensemos que los discípulos ya creían en su resurrección, lo cierto es que les costó aceptar que el Maestro, al que habían visto morir en la cruz, al que habían enterrado, ahora viviera… podían creer que era la aparición de un espíritu o que eran alucinaciones de unos o de otros.
Pero
que estuviese vivo, con su mismo cuerpo crucificado y ahora transformado, les
resultaba casi imposible. Por eso, y durante cincuenta días, que es lo que dura
nuestra Pascua, se les manifestó una y otra vez.
Como
en el evangelio de este domingo tercero: a pesar de que los dos discípulos de
Emaús han vuelto contando su encuentro con un peregrino misterioso que era el
Señor y cómo le habían reconocido al partir el pan, ellos todavía desconfían. Y
cuando se presenta en medio de ellos y les saluda con el saludo pascual “Paz a
vosotros”, en lugar de alegrarse se aterrorizan.
Es
necesario que Cristo les enseñe, otra vez, las marcas que ha dejado la
crucifixión en su cuerpo y que coma con ellos para que, por fin, entiendan que
no es un fantasma, que no deben temer, que se trata de algo infinitamente más
grande y hermoso: Dios Padre, que todo lo puede, ha devuelto a la vida a su
amado hijo Jesús, que aceptó la peor de las muertes por amar hasta el extremo,
hasta dar la vida en rescate nuestro.
Y,
a continuación, hace algo tan necesario como mostrarles su cuerpo glorioso: abrirles
la inteligencia para que comprendan que la Palabra de Dios, las Escrituras, ya
anunciaban todo lo que ha pasado, la pasión, muerte y resurrección del
Salvador. Pero como las leían sin esta luz de la fe que da el Resucitado, no
podían entenderlas.
Es
verdad que nosotros no podemos ver en persona a Jesús, tocarle y comer con él,
pero tenemos fe en su presencia real, aunque invisible. No estamos celebrando
solamente que hace dos mil años resucitó y que el sepulcro estaba vacío, sino
que sigue vivo, aunque no lo veamos y que está con nosotros hasta el
fin de los tiempos, según nos
prometió.
Tenemos
para reconocer su presencia viva lo mismo que han tenido los cristianos de
todos los tiempos, también los mejores como san Agustín, san Francisco, santa
Teresa de Jesús o la Madre Teresa de Calcuta: la comunidad cristiana, su
Palabra viva y sus signos en los sacramentos, especialmente en la Eucaristía.
Es
en la Misa donde el Señor nos explica las Escrituras y come con nosotros, o
mejor, se deja comer por nosotros como Pan Vivo. Y también a nosotros nos
dice: La paz a vosotros. No tengáis miedo, soy yo, en persona.
Por
difíciles que sean estos tiempos y por fuertes que se nos presenten los
interrogantes y los motivos de duda que quitan la tranquilidad, en esta
celebración pascual tendríamos que dejarnos contagiar de la vida del Resucitado
e imitar el ejemplo de aquella primera comunidad que, mucho más que nosotros, vivió
unos tiempos nada fáciles. Y ahí están las persecuciones, precisamente, por
profesar y defender la fe en el Cristo resucitado.
El
apóstol Pedro, en la primera lectura, nos da un admirable ejemplo de coherencia
y valentía. Hacía pocos días había negado que conociera a Jesús y, en el
momento de la cruz, había huido, como casi todos los demás discípulos,
acobardados. Pero ahora él y los otros apóstoles han tenido la experiencia de
la Pascua, se han visto inundados por la fuerza del Espíritu y llenos de
fuerza, se atreven a decir ante todo el pueblo: vosotros matasteis al
autor de la vida, pero Dios lo resucitó… y nosotros somos testigos de ello.
Cristo ha querido que todos nosotros seamos testigos creíbles en todos los aspectos de la vida cristiana, guardando su palabra y viviendo el amor fraterno: quien guarda su Palabra, el amor de Dios ha llegado en él a su plenitud.
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