AMAR A DIOS Y AL PRÓJIMO: UN SOLO MANDAMIENTO
Visto que no pudieron atrapar a Jesús con la pregunta
comprometida acerca de si se debe pagar el tributo o no, los fariseos le envían
ahora un peso pesado: un maestro de la Ley. Cuando hablamos de la ley en este
contexto del evangelio, no es la ley civil, sino la ley religiosa que se debía
cumplir para ser un buen judío y que se aprendía desde niños en las sinagogas.
Desde luego que los preceptos más importantes eran los diez
mandamientos. Dios se los entrega a Israel por medio de Moisés en el monte Sinaí.
Son las normas esenciales de la Alianza, lo más importante de lo que Dios
espera del hombre para que tenga una vida humana y recta.
Pero junto al Decálogo se habían ido añadiendo muchas normas,
prohibiciones y reglas, hasta más de 600, que regulaban en lo más mínimo el
modo de actuar del hebreo en la calle, en la casa, en el templo. Incluso a la
hora de comer. Jesús lo compara con un fardo muy pesado que quieren cargar
sobre los hombros de la gente aunque ni ellos mismos lo pueden soportar.
Por eso la pregunta que le dirige aquel emisario de los
fariseos no es poca cosa: ¿Cuál es el mandamiento principal de la ley? Las
distintas escuelas, con sus rabinos al frente, discutían esta cuestión, acerca
de lo más importante de la ley.
Recordemos que su propósito no era aprender de Jesús, aunque
sí terminará haciéndolo, sino desacreditarlo como rabí, como maestro religioso,
ante sus discípulos.
Jesús responde con las palabras que ya estaban en la Sagrada
Escritura, no necesita inventar nada nuevo. En el libro del Deuteronomio se
dice que Dios debe ser amado sobre todo y con todo el corazón, el alma y la
mente, es decir, con toda la persona. Y en el libro del Levítico se pide no
odiar a nadie de tu pueblo y amar al prójimo, al semejante, como a uno mismo.
¿Dónde está la novedad en la enseñanza de Jesús? En unir
ambos mandamientos y decir que el primero es semejante al segundo. Son
inseparables: no es real el amor a Dios si no lleva al amor al prójimo y no se
sostiene el amor al prójimo, que a veces es muy difícil de amar, si no lo
amamos con el amor que recibimos de Dios.
Así de claro lo enseña Jesús. En lugar de perderse en ese
bosque de leyes en las que se perdían discutiendo los fariseos, Jesús enseña la raíz
del árbol, lo verdaderamente importante. Quien trata de vivir este mandamiento
doble guardará lo más importante; por eso dice que sostienen la Ley y los
profetas, o lo que es lo mismo, la Biblia entera.
La otra cuestión que surge es: ¿y quién es mi prójimo? Porque
algunos decían que a quien debía amar era al que es de los míos, al que
pertenece a mi pueblo, a mi semejante. A quien le preguntó esto, Jesús le
respondió con la parábola del buen samaritano: ¿quién es mi prójimo? El que
está cerca de mí y lo necesita, sea quien sea, es de quien yo debo hacerme prójimo.
Esa es la segunda gran novedad de Jesús: hace universal el
alcance que debe tener el amor de sus discípulos. Sin fronteras, sin distinción
de piel, de lengua, de raza, de pensamiento…
Esto ya aparecía en el Antiguo Testamento, como escuchamos
hoy en la lectura del Éxodo: el emigrante, el huérfano, la viuda, el pobre,
deben ser tratados con respeto y ayudados. No hacerlo es ofender gravemente a
Dios, que es compasivo. Pero, frecuentemente, este mensaje era olvidado, como
también nosotros olvidamos, a veces, este evangelio de hoy.
Demos gracias al Señor Jesús, que no nos carga sobre los
hombros pesados fardos de leyes, sino que nos enseña lo esencial, lo que
debemos intentar vivir cada día: un doble mandamiento que está unido, amar a
Dios y amar al prójimo.
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