sábado, 26 de marzo de 2022

CUARTO DOMINGO DE CUARESMA (CICLO C)

 ESTE HIJO MÍO ESTABA MUERTO Y HA REVIVIDO



COMENTARIO A LAS LECTURAS DE LA MISA

    El domingo cuarto es un domingo diferente dentro del camino de la Cuaresma que estamos recorriendo. Por eso se le llama en la tradición con una palabra latina: Domingo Laetare, Domingo de la Alegría.

     ¿Cuál es el motivo de que este domingo se nos invite a la alegría y de que en la misa el sacerdote pueda vestir con el color rosa, en lugar del morado penitencial? Porque la Pascua está ya más cerca y en ella vamos a celebrar la resurrección de los que estamos muertos por el pecado a una vida nueva: Dios nos reconcilió consigo por medio de Cristo, lo viejo ha pasado ha comenzado lo nuevo, somos criaturas nuevas. Es lo que hemos escuchado en la segunda lectura de la carta del apóstol san Pablo a los cristianos de Corinto.

    Es cierto que aún nos queda un domingo más de la Cuaresma y que aún deberemos acompañar a Cristo en la Semana Santa, en su camino hasta la muerte en cruz. Pero ya sabemos que el final de esta es la Pascua, que la muerte será vencida y que nosotros estamos reconciliados. No porque seamos buenos y justos, que no lo somos, sino porque Dios nos ama hasta el extremo de que su Hijo da la vida por nosotros y nos trae una nueva vida.

    Tampoco el pueblo de Israel era bueno; muchas veces renegó de Dios y desconfió de Moisés, se volvieron hacia los ídolos en lugar de adorar al Dios verdadero. Pero Dios no dejó de amarlos, les condujo por el desierto y les llevó a la tierra prometida: “hoy os he quitado encima el oprobio de Egipto, comenzaron a comer los productos de la tierra, comieron la cosecha de la tierra de Canaán”.

    Pero todas las lecturas de hoy convergen realmente hacia el Evangelio, que es la parábola maravillosa del Hijo pródigo. Muchos han dicho que deberíamos llamarla, más bien, la parábola del Padre providente y sus dos hijos. Es muy importante para entender su sentido al completo, que nos fijemos en el contexto en el que Jesús la proclama: se acercaban a escuchar a Jesús los publicanos y los pecadores. Eran personas que se sentían muy alejadas de Dios, indignas de estar en el templo, señaladas públicamente como perdidos, irrecuperables.

    Y para los fariseos y los escribas, que cumplían escrupulosamente la Ley de Moisés y tenían a gala ante todos ser los más religiosos, aquello era un completo escándalo: ¿Cómo podía el maestro galileo Jesús ser un profeta de Dios y dejar que se le juntasen semejantes personas? Para ellos, aquellos publicanos y pecadores solo merecían la condena y el repudio público, pero no predicaciones ni conversaciones, ya que no volverían nunca a Dios.

    Ante ese escándalo, y las murmuraciones de los que se consideraban a sí mismos como justos y santos, Jesús dijo esta parábola. Hay un Padre que ama con paciencia infinita y hay dos hijos, el menor y el mayor. Cada uno de ellos representa un modo de estar lejos de Dios, una forma de vivir hundido por el pecado.

    El hijo menor, que es en el que más solemos fijarnos al leer esta parábola, representa a aquellos publicanos y pecadores públicos: se ha apartado del Padre porque se ha engañado creyendo que si se alejaba de él iba a ser más libre y más feliz. Le ha pedido su parte de la herencia sin querer esperar a que fallezca, como si le desease ya la muerte, y se ha ido muy lejos a vivir sin dignidad alguna, como un esclavo de otros, hasta tocar fondo: cuidar cerdos y no poder comer ni lo que ellos comen.

    El hijo mayor representa a los fariseos y escribas, que critican la actitud compasiva de Jesús: están siempre en la casa del Padre, pero no le aman, viven como jornaleros que cumplen su deber esperando la recompensa de ser buenos, pero no como Hijos. Saben obedecer fielmente, pero no son capaces de amar. Y cuando su hermano menor, que estaba muerto por el pecado, vuelve a la casa del Padre, no se alegran, sino que se carcomen de envidia y de odio hacia al Padre, que les parece demasiado bueno y blando.

    ¿Cuál de los dos hijos se había alejado más del amor y de la casa del Padre? Los dos, aunque sea por razones y por caminos distintos.

    ¿Con cuál de ellos me identifico más? ¿Soy el hijo menor, que se ha ido lejos y viviendo perdido en el pecado se ha quedado sin dignidad de hijo?

    ¿Soy, acaso, el hijo mayor que está siempre en la casa del Padre, que obedece y cumple, pero no porque se siente amado y agradecido, sino por obligación y esperando recompensa?

    ¿Me alegro cuando mi hermano menor vuelve a casa o pienso que "es un cachondeo" tener un Padre tan blando, que nunca se cansa de perdonar?

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