SEÑOR, DÉJALA TODAVÍA ESTE AÑO
El camino cuaresmal de
renovación personal y comunitaria, que nos lleva hasta la Pascua del Señor,
continúa avanzando. Hoy llegamos al domingo tercero, por lo que se puede decir
que estamos ya en el ecuador de este tiempo.
La Palabra de Dios que
hemos escuchado este domingo, de manera particular el evangelio, nos dirige una
llamada muy seria a la conversión, que es el eje de la Cuaresma.
En la primera lectura,
se nos narra un momento decisivo en la historia de Israel: la manifestación de
Dios Yahvé a Moisés. Este había tenido que abandonar forzosamente Egipto por
participar en la muerte de un hombre egipcio que maltrataba a un israelita.
Ahora se ganaba la vida como pastor de ovejas y cabras en el desierto. Pero, en
la montaña del Horeb, le aguardaba un encuentro que cambiaría su vida para
siempre. La zarza que ardía sin consumirse es la señal visible de que una
presencia misteriosa de Dios lo llena todo.
En el contexto de aquel
tiempo, en aquellas culturas, era muy habitual que existiesen montes sagrados y
que se creyera que una gran variedad de dioses habitaba los lugares y tenían
poderes diferentes. Quizás Moisés, que había crecido rodeado del politeísmo de
los egipcios, creyera que aquel que le hablaba también era un dios de la
montaña. Por eso le pregunta su nombre. Pero este no es un dios con minúsculas;
es Dios, aquel que no necesita un nombre ni una representación, porque es el
Creador, el Único, el que da la existencia a cuanto existe.
Pero lo más sorprendente
es que, siendo Todo, se preocupa del sufrimiento de aquel pequeño pueblo
sometido. No es un Dios feliz en su perfección y despreocupado de los hombres;
oye los lamentos del pueblo, ha visto su sufrimiento, se compadece, se
enternece. Esta manifestación es novedosa y rompedora, porque los hombres
concebían a los dioses como seres ajenos, autosuficientes, perfectos, de los
que se podía obtener el favor a cambio de ofrendas y sacrificios.
Dios se manifiesta como Dios
compasivo, atento, sensible, que escucha. Y escoge a Moisés para que sea un
instrumento con el que liberar a su pueblo. Al principio, el pueblo de Israel
entendió la liberación como una liberación meramente externa: salir de Egipto e
ir a la tierra prometida, asentarse allí, ser prósperos y construir un templo
magnífico para su Dios.
Pero irán entendiendo,
con la ayuda de los profetas, que la liberación que Dios quiere es mucho más
profunda. Es una liberación del pecado, que trae muerte: muerte de las
relaciones con Dios, muerte de las relaciones con nosotros mismos, muerte de
las relaciones con los demás… y, finalmente, muerte eterna.
En el fondo da lo mismo
estar en Egipto que estar en la tierra prometida si uno lleva la esclavitud del
pecado, por dentro, allí donde vaya.
No basta con haber
salido de Egipto, no basta con ser del pueblo escogido, no basta con tener la
guía de Moisés, si uno no vive en amistad con Dios. Es lo que les dice el
apóstol san Pablo a los cristianos de Corinto; trata de que se apliquen a ellos,
que son cristianos, lo que les pasó a los israelitas: recibieron muchas
bendiciones, pero no agradaron a Dios porque eran malos y, por ello, no fueron
salvados.
Como nos dice el Señor
en el evangelio con su parábola de la higuera: no basta con ser una planta
cuidada y mimada por el labrador si no se llega nunca a producir los frutos que
se deben dar. No basta con estar bautizado, con ser miembro de la Iglesia, con
haber recibido los sacramentos, ni siquiera con pertenecer a un grupo de la
Iglesia… ¿doy realmente los frutos del Evangelio?, ¿doy los frutos de una
verdadera y sincera conversión?
Un árbol que recibe
tantos cuidados y que no termina nunca de dar fruto es un árbol que solo sirve
para cansar la tierra y para consumir los esfuerzos del hortelano; ¿para qué
sirve si no da el fruto esperado?
Con esta parábola, justo
ahora, en este tiempo de conversión que es la cuaresma, el Señor nos anima y
nos reclama un cambio efectivo en nuestras vidas: arrancar el pecado, el
egoísmo, la injusticia, la codicia, la indiferencia por el otro, el
materialismo… y empezar a dar frutos verdaderos de compasión, de amor real a
Dios y al hermano. No basta con tener hojas –las apariencias- hay que dar, y
darlos ya, los frutos verdaderos.
¿Cuántas cuaresmas
habremos escuchado esto mismo? Gracias Señor porque eres tan paciente con
nosotros, porque comprendes, aunque no apruebas, nuestra dureza de mente y de
corazón, nuestros apegos, nuestras ataduras. Y sigues esperando un año más,
otro más, hasta que, por fin, demos los frutos que esperas. Que sea esta la
cuaresma definitiva.
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