(Basada en la del Papa Benedicto XVI año 2012)
Estamos celebrando una de las fiestas de
la Virgen más queridas por el Pueblo de Dios desde siempre; no podríamos contar
el número de fiestas, el número de ermitas, de romerías, dedicadas a este
misterio de la Asunción de nuestra Madre a los cielos.
Aunque hasta el año 1950 no fue
proclamada por el Papa Pio XII la Asunción de la Virgen como un dogma de fe que
debe ser creído por todos los
cristianos, ya desde mucho antes se creía y se celebraba que la Virgen María
«terminado el curso de su vida terrestre, fue asunta en cuerpo y alma a la
gloria celestial». Los cristianos, aún los más sencillos, lo creían porque,
¿Cómo no iba a favorecer a su Madre el Hijo, que es nuestro salvador
Jesucristo? ¿Cómo no iba Dios a preservar de la corrupción de la muerte a
aquella mujer a la que preservó del pecado original para que engendrara al
Salvador? Lo que nadie puede, Dios sí lo puede.
Esta fiesta hermosa de su Asunción es un
motivo para celebrar a nuestra madre del Cielo, a hacer fiesta con ella y por
ella, porque, como ya dijo en el momento de la Visitación: «Proclama mi alma la
grandeza del Señor. Desde ahora me felicitarán todas la generaciones» (Lc 1,
48). Es una profecía para toda la historia de la Iglesia. Esta expresión del
Magníficat, referida por san Lucas, indica que la alabanza a la Virgen santa,
Madre de Dios, íntimamente unida a Cristo su Hijo, es para la Iglesia de todos
los tiempos un deber de hijos.
Las palabras de María dicen que es un
deber de la Iglesia recordar la grandeza de la Virgen por la fe. Así pues, esta
solemnidad es una invitación a alabar a Dios, a contemplar la grandeza de la
Virgen, porque es en el rostro de los suyos donde conocemos quién es Dios.
Pero, ¿por qué María es glorificada con
la asunción al cielo? San Lucas, como hemos escuchado, ve la raíz de la
exaltación y de la alabanza a María en la expresión de Isabel: «Bienaventurada
la que ha creído» (Lc 1, 45).
Y el Magníficat, este canto al Dios vivo
y activo en la historia que tantas veces hemos escuchado, es un himno de fe y
de amor, que brota del corazón de la Virgen. Ella vivió con fidelidad ejemplar
y custodió en lo más íntimo de su corazón las palabras de Dios a su pueblo, las
promesas hechas a Abrahán, Isaac y Jacob, convirtiéndolas en el contenido de su
oración: en el Magníficat la Palabra de Dios se convirtió en la palabra de
María, en lámpara de su camino, y la dispuso a acoger también en su seno al
Verbo de Dios hecho carne.
María,
en espera del nacimiento de su Hijo Jesús, que va a visitar a su prima Isabel, es
el Arca santa que lleva en sí la presencia de Dios, una presencia que es fuente
de consuelo, de alegría plena. De hecho, Juan danza en el seno de Isabel,
exactamente como David danzaba delante del Arca. María es la «visita» de Dios
que produce alegría. Zacarías, en su canto de alabanza, lo dirá explícitamente:
«Bendito sea el Señor, Dios de Israel, porque ha visitado y redimido a su
pueblo» (Lc 1, 68). La casa de Zacarías experimentó la visita de
Dios con el nacimiento inesperado de Juan Bautista, pero sobre todo con la
presencia de María, que lleva en su seno al Hijo de Dios.
Pero ahora nos preguntamos: ¿Qué significa
para nuestro camino, para nuestra vida, la Asunción de María? La primera
respuesta es: en la Asunción vemos que en Dios hay espacio para el hombre; Dios
mismo es la casa con muchas moradas de la que habla Jesús (cf. Jn 14,
2); Dios es la casa del hombre, en Dios hay espacio para todos. Y María,
uniéndose a Dios, unida a él, no se aleja de nosotros, no va a una galaxia
desconocida; quien va a Dios, se acerca, porque Dios está cerca de todos
nosotros, y María, unida a Dios, participa de la presencia de Dios, está muy
cerca de nosotros, de cada uno de nosotros.
María, unida totalmente a Dios, tiene un
corazón tan grande que toda la creación puede entrar en él, y todo el amor que
el Pueblo cristiano la da, desde las selvas hasta las ciudades o los desiertos,
lo demuestra. María está cerca, puede escuchar, puede ayudar, está cerca de
todos nosotros. En Dios hay espacio para el hombre, y Dios está cerca, y María,
unida a Dios, está muy cerca, tiene el corazón tan grande como el corazón de
Dios.
Pero también hay otro aspecto: no sólo
en Dios hay espacio para el hombre; en el hombre hay espacio para Dios. También
esto lo vemos en María, el Arca santa que lleva la presencia de Dios. En
nosotros hay espacio para Dios y esta presencia de Dios en nosotros, tan
importante para iluminar al mundo en su tristeza, en sus problemas, esta
presencia se realiza en la fe: en la fe abrimos las puertas de nuestro ser para
que Dios entre en nosotros, para que Dios pueda ser la fuerza que da vida y camino
a nuestro ser. En nosotros hay espacio; abrámonos como se abrió María,
diciendo: «He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu Palabra».
Abriéndonos a Dios no perdemos nada. Al contrario: nuestra vida se hace rica y
grande.
Una cosa, una esperanza es segura: Dios
nos aguarda, nos espera; no vamos al vacío; él nos espera. Dios nos espera y,
al ir al otro mundo, nos espera la bondad de la Madre, encontramos a los
nuestros, encontramos el Amor eterno. Dios nos espera: esta es nuestra gran
alegría y la gran esperanza que nace precisamente de esta fiesta. María nos
visita, y es la alegría de nuestra vida, y la alegría es esperanza.
Así pues, ¿Qué decir? Corazón grande,
presencia de Dios en el mundo, espacio de Dios en nosotros y espacio de Dios
para nosotros, esperanza, Dios nos espera: esta es la sinfonía de esta fiesta,
la indicación que nos da la meditación de esta solemnidad. María es aurora y
esplendor de la Iglesia triunfante; ella es el consuelo y la esperanza del
pueblo todavía peregrino, dice el Prefacio de hoy.
Encomendémonos a su intercesión maternal, para que nos obtenga del Señor fortalecer nuestra fe en la vida eterna; para que nos ayude a vivir bien el tiempo que Dios nos ofrece con esperanza. Una esperanza cristiana, que no es sólo nostalgia del cielo, sino también deseo vivo y operante de Dios aquí en el mundo, deseo de Dios que nos hace peregrinos incansables, alimentando en nosotros la valentía y la fuerza de la fe, que al mismo tiempo es valentía y fuerza del amor. Amén.
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