jueves, 5 de agosto de 2021

DOMINGO XIX TIEMPO ORDINARIO (ciclo B)

 


COMENTARIO A LAS LECTURAS DE LA MISA

    Comenzábamos el domingo pasado a escuchar, como evangelio, el discurso de Jesús en la sinagoga de Cafarnaum. Se le llama el “discurso del Pan de Vida”, porque en él Jesús dice de sí mismo que es el pan de la vida que Dios ha enviado para saciar el hambre del corazón humano, que es mucho más profundo que el hambre del estómago y, normalmente, ni se le reconoce ni se le atiende.

    Estas palabras las pronuncia Jesús después de haber alimentado a la muchedumbre hambrienta con el signo milagroso de multiplicar los panes. No les reprocha que sientan hambre, ni que le sigan porque les dio de comer, pero les invita, y nos invita a todos, a descubrir que no solo necesitamos alimentar y cuidar el cuerpo para estar realmente vivos.

    La primera lectura nos introduce al evangelio, que es siempre la lectura central de las que leemos en la misa, nos ofrece la historia del profeta Elías. Nueve siglos antes de Cristo, el profeta se tuvo que enfrentar incluso a los reyes de Israel, Ajab y su esposa Jezabel, para defender la causa del Dios Yavé como único Dios. Estos reyes, y con ellos las élites del pueblo, querían introducir los cultos de dioses fenicios, sobre todo del dios Baal, que mandaba la lluvia y las cosechas.

    Esta resistencia termina volviéndole odioso y traman su muerte, porque es un testigo incómodo que quiere frenar los avances, los nuevos tiempos y los nuevos cultos. Elías tuvo que huir para salvar su vida tomando la dirección sur hacia el monte Sinaí, donde Dios se había manifestado al pueblo de Israel y había hecho entrega de la ley a Moisés. Al atravesar los desiertos, sediento, hambriento, cansado de huir, sin apoyos humanos, llega a desearse la muerte: ¡Toma mi vida pues no soy mejor que mis padres! 

    Dios no abandona a este pequeño profeta, que se ha enfrentado a los poderosos para defender su nombre. El ángel de Dios, su enviado, le reanima diciéndole “Levántate y come”, ofreciéndole un alimento que viene del cielo: una torta cocida de pan sobre piedras calientes y un jarro de agua. Con la fuerza de aquella comida caminó hasta el monte de Dios.

    Es en relato muy apropiado para introducir el tema de la Eucaristía, que es el asunto del pasaje evangélico de hoy.

    Nuestros caminos de la vida también pueden ser largos como los del profeta; puede haber temporadas de duro desierto: la enfermedad, problemas familiares, el desempleo, las rupturas, la soledad no deseada, la perdida de seres queridos… Hay quien vive esas experiencias de duro desierto con esperanza y hay quienes, como Elías, se hunden en ellas y desean no vivir más.

    El suicidio es un tema tabú en nuestra sociedad, pero es una realidad muy cruda. Según el INE en 2019, un total de 3.671 personas fallecieron por esta causa en nuestro país, lo que supone un aumento respecto a 2018. El suicidio es el mayor problema de salud pública en Europa. Si la vida es el mayor don que tenemos, perder las ganas de vivir hasta ese punto, es un drama que hiere a la persona que así se siente y a todo su entorno.

    La Eucaristía es Jesucristo mismo, que se nos ofrece con su Palabra y con su Pan de Vida. Y Jesús ha venido del Padre no a complicarnos la vida, sino para que nosotros tengamos vida y vida abundante, como él mismo nos dice.

    Cuando Jesucristo nos dice “Yo soy el pan”, está diciendo que es esencial para la vida; pueden faltar otros alimentos a la mesa, pero ni en la cultura de Israel ni en la nuestra, puede faltar el Pan. Y este nos es un pan cualquiera, es el Pan de la Vida, el pan que da vida, porque conociendo a Jesús, viviendo en amistad con él, sabiéndonos acompañados por él, tenemos una experiencia maravillosa de ser amados sin condiciones. El que cree en Cristo sabe que para Dios es importante con su vida entera, sea la que sea. Tanto que el Hijo ha entregado la vida muriendo en la cruz.

    Y conociendo a Jesús y creyendo en él, conocemos, además, que no estamos hechos para morir y desaparecer, sino que estamos hechos para la eternidad, donde las penalidades por las que podamos pasar ahora, estas tristezas y preocupaciones que nos agobian, dejarán de existir y encontraremos la respuesta a todas nuestras preguntas. Por eso el Señor dice con toda firmeza a aquellos que desconfiaban de él porque creían conocerle: este es el pan que baja del cielo, para que el hombre coma de él y no muera. El que coma de este pan vivirá para siempre.

    Jesucristo es el Pan que Dios nos ofrece para poder recorrer con fuerzas, con ilusión, con alegría el camino de la vida; hay un canto de comunión que dice “No podemos caminar con hambre bajo el sol, danos siempre de ese pan, tu cuerpo y sangre Señor”.

    Hoy se habla mucho de los “super-alimentos”, esos cereales y verduras a los que se les atribuyen propiedades casi milagrosas, nutren, depuran, curan, hacen maravillas en el cuerpo, o eso dicen. Pero solo con nutrir el cuerpo no basta, porque podemos estar sanos de cuerpo, pero muertos por dentro. Cristo se hace, por amor, alimento del alma en cada Eucaristía; si nos falta, terminará faltándonos lo más importante de la vida: el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo».

    Cuando somos nutridos por Cristo, vivimos en Él y Él vive en nosotros, tenemos fuerzas para vivir en el amor fraterno, como Pablo nos dice que deben vivir los cristianos: “Desterrad de vosotros la amargura, la ira, los enfados e insultos y toda la maldad. Sed buenos, comprensivos, perdonándoos unos a otros como Dios os perdonó en Cristo”.

    Una vida cotidiana así es maravillosa, siempre tendrá sentido y nunca será una vida vacía o absurda. Con el alimento de Jesucristo es posible alcanzarlo.

 

 

 

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