COMENTARIO A LAS LECTURAS DE LA MISA
Comenzábamos el domingo pasado a
escuchar, como evangelio, el discurso de Jesús en la sinagoga de Cafarnaum. Se le
llama el “discurso del Pan de Vida”, porque en él Jesús dice de sí mismo que es
el pan de la vida que Dios ha enviado para saciar el hambre del corazón humano,
que es mucho más profundo que el hambre del estómago y, normalmente, ni se le reconoce
ni se le atiende.
Estas palabras las pronuncia Jesús
después de haber alimentado a la muchedumbre hambrienta con el signo milagroso
de multiplicar los panes. No les reprocha que sientan hambre, ni que le sigan
porque les dio de comer, pero les invita, y nos invita a todos, a descubrir que
no solo necesitamos alimentar y cuidar el cuerpo para estar realmente vivos.
La primera lectura nos introduce al
evangelio, que es siempre la lectura central de las que leemos en la misa, nos
ofrece la historia del profeta Elías. Nueve siglos antes de Cristo, el profeta
se tuvo que enfrentar incluso a los reyes de Israel, Ajab y su esposa Jezabel,
para defender la causa del Dios Yavé como único Dios. Estos reyes, y con ellos
las élites del pueblo, querían introducir los cultos de dioses fenicios, sobre
todo del dios Baal, que mandaba la lluvia y las cosechas.
Esta resistencia termina volviéndole
odioso y traman su muerte, porque es un testigo incómodo que quiere frenar los
avances, los nuevos tiempos y los nuevos cultos. Elías tuvo que huir para
salvar su vida tomando la dirección sur hacia el monte Sinaí, donde Dios se
había manifestado al pueblo de Israel y había hecho entrega de la ley a Moisés.
Al atravesar los desiertos, sediento, hambriento, cansado de huir, sin apoyos
humanos, llega a desearse la muerte: ¡Toma mi vida pues no soy mejor
que mis padres!
Dios no abandona a este pequeño profeta,
que se ha enfrentado a los poderosos para defender su nombre. El ángel de Dios,
su enviado, le reanima diciéndole “Levántate y come”, ofreciéndole un alimento
que viene del cielo: una torta cocida de pan sobre piedras calientes y un jarro
de agua. Con la fuerza de aquella comida caminó hasta el monte de Dios.
Es en relato muy apropiado para introducir
el tema de la Eucaristía, que es el asunto del pasaje evangélico de hoy.
Nuestros caminos de la vida también
pueden ser largos como los del profeta; puede haber temporadas de duro
desierto: la enfermedad, problemas familiares, el desempleo, las rupturas, la
soledad no deseada, la perdida de seres queridos… Hay quien vive esas
experiencias de duro desierto con esperanza y hay quienes, como Elías, se hunden
en ellas y desean no vivir más.
El suicidio es un tema tabú en nuestra
sociedad, pero es una realidad muy cruda. Según el INE en 2019, un total de 3.671 personas fallecieron por esta causa en nuestro
país, lo
que supone un aumento respecto a 2018. El suicidio es el mayor problema de salud pública en Europa. Si
la vida es el mayor don que tenemos, perder las ganas de vivir hasta ese punto,
es un drama que hiere a la persona que así se siente y a todo su entorno.
La
Eucaristía es Jesucristo mismo, que se nos ofrece con su Palabra y con su Pan
de Vida. Y Jesús ha venido del Padre no
a complicarnos la vida, sino para que nosotros tengamos vida y vida abundante,
como él mismo nos dice.
Cuando Jesucristo nos dice “Yo soy el
pan”, está diciendo que es esencial para la vida; pueden faltar otros alimentos
a la mesa, pero ni en la cultura de Israel ni en la nuestra, puede faltar el
Pan. Y este nos es un pan cualquiera, es el Pan de la Vida, el pan que da vida,
porque conociendo a Jesús, viviendo en amistad con él, sabiéndonos acompañados
por él, tenemos una experiencia maravillosa de ser amados sin condiciones. El que
cree en Cristo sabe que para Dios es importante con su vida entera, sea la que
sea. Tanto que el Hijo ha entregado la vida muriendo en la cruz.
Y conociendo a Jesús y creyendo en él,
conocemos, además, que no estamos hechos para morir y desaparecer, sino que
estamos hechos para la eternidad, donde las penalidades por las que podamos
pasar ahora, estas tristezas y preocupaciones que nos agobian, dejarán de
existir y encontraremos la respuesta a todas nuestras preguntas. Por eso el
Señor dice con toda firmeza a aquellos que desconfiaban de él porque creían
conocerle: este es el pan que baja del cielo, para que el hombre coma de él y
no muera. El que coma de este pan vivirá para siempre.
Jesucristo es el Pan que Dios nos ofrece
para poder recorrer con fuerzas, con ilusión, con alegría el camino de la vida;
hay un canto de comunión que dice “No podemos caminar con hambre bajo el sol,
danos siempre de ese pan, tu cuerpo y sangre Señor”.
Hoy se habla mucho de los “super-alimentos”,
esos cereales y verduras a los que se les atribuyen propiedades casi
milagrosas, nutren, depuran, curan, hacen maravillas en el cuerpo, o eso dicen.
Pero solo con nutrir el cuerpo no basta, porque podemos estar sanos de cuerpo,
pero muertos por dentro. Cristo se hace, por amor, alimento del alma en cada
Eucaristía; si nos falta, terminará faltándonos lo más importante de la vida: el
pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo».
Cuando somos nutridos por Cristo,
vivimos en Él y Él vive en nosotros, tenemos fuerzas para vivir en el amor
fraterno, como Pablo nos dice que deben vivir los cristianos: “Desterrad de
vosotros la amargura, la ira, los enfados e insultos y toda la maldad. Sed
buenos, comprensivos, perdonándoos unos a otros como Dios os perdonó en Cristo”.
Una vida cotidiana así es maravillosa,
siempre tendrá sentido y nunca será una vida vacía o absurda. Con el alimento
de Jesucristo es posible alcanzarlo.
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