Queridos amigos y vecinos:
Demos gracias a Dios y alabemos su
nombre porque nos permite reunirnos en su nombre para celebrar la Eucaristía y
honrar a este popular y querido patrono nuestro San Roque. El sentido que tiene
a la devoción de los santos en nuestra fe cristiana es doble: por un lado, la
consideración e imitación de sus virtudes, de su modo de vivir el Evangelio;
por otro, pedir su intercesión y amparo, ya que ellos están en la presencia de
Dios y pueden alcanzarnos las gracias que verdaderamente más necesitemos.
Detengámonos en cada uno de estos dos
aspectos desde la luz que nos ofrecen las lecturas de la Palabra de Dios que se
han proclamado en esta fiesta.
En primer lugar, la imitación de sus
virtudes: y si hay una virtud que sobresale indudablemente en la vida de san
Roque es la de su caridad infatigable para con los enfermos. Sabemos de él que
nació en torno a los siglos XIII y XIV en la antigua región de Languedoc,
actual Montpellier, entonces parte del reino de Mallorca.
San Roque había quedado huérfano de muy
joven, y ya entonces quiso hacer realidad una cita de Mateo en su evangelio que
decía: "Vende lo que tienes, da el dinero a los pobres y de
este modo tendrás un tesoro en el cielo. Luego, vente conmigo". Y así lo
hizo: optó por seguir a Jesús en la pobreza e inició su peregrinación a Roma. A
su paso por la región de la Toscana, Roque se alojó en una ciudad llamada
Acquapendente interrumpe su peregrinaje para atender en hospitales a enfermos
afectados por la peste; en lugar de viajar directamente a Roma, fue haciendo
paradas en diferentes ciudades donde sabía que mucha gente estaba
sufriendo esta epidemia, aprovechando así los conocimientos médicos
adquiridos en su Montpellier natal.
Después de llegar a Roma, comenzó su
camino de vuelta y se cuenta que incluso llegó a curar a un cardenal afectado
por esta peste, quien acabó presentando a Roque ante el papa. También pasó por
Rímini, donde quiso predicar el evangelio y ayudar a todo el que
pudiera. De regreso a su ciudad de origen, en
la ciudad de Piacenza, en el norte de Italia, acabó contrayendo la
enfermedad: su cuerpo se llenó de bubones y de manchas negras y azuladas,
características de la enfermedad —'muerte negra' le llaman en suelo italiano—.
Sabiendo lo que suponía en la sociedad padecer esta enfermedad, se escapó a las
afueras de la ciudad y se refugió en el bosque, con la intención de no ser
carga para nadie y morir solo; allí, se refrescaba y bebía de un aljibe, aunque
no tenía nada que comer. Hasta que un día, apareció un perro con un pedazo de
pan y se lo dio para alimentarlo, tal y cómo aparece en las imágenes que
conocemos de él. El perro comenzó a ir un día tras
otro; por lo visto, cogía el pan de la cocina de su amo y se iba al bosque a
dar de comer a Roque. Así pues, mientras alimentaba al santo alimentaba
también la curiosidad de su dueño: ¿a dónde llevaría cada día un pedazo de
pan? Éste le siguió en una ocasión, hasta dar con un Roque enfermo en medio del
bosque; su sencillez y devoción le hicieron tomar la determinación de llevar a
Roque a su propia casa, donde buscaría cuidarlo. Roque acabó curándose
de la peste, aunque las historias sobre cómo lo hizo son diversas: Eso sí,
una vez sano de nuevo, retomó su papel de sanador de los infectados y no solo
se encargó de muchas personas contagiadas de la peste negra, sino también de
muchos animales enfermos.
Cumplió plenamente en su vida las
palabras del profeta Isaías que acabamos de escuchar, porque busco el ayuno
agradable a Dios, el de la caridad fraterna: partió su pan con el hambriento,
soltó los cerrojos de la prisión de la enfermedad y del aislamiento social para
los enfermos de peste, cubrió al desnudo y no se preocupó de su propia carne,
que llegó a enfermar. Por eso, como continúa la profecía: “entonces despuntará
tu luz como la aurora y tu llaga no tardará en cicatrizar; delante de ti
avanzará tu justicia y detrás de ti irá la gloria del Señor”.
Creo que todos tenemos algo presente:
otros años cuando hablábamos de san Roque y de su atención a los enfermos de la
peste, las epidemias eran cosa de la historia y ni los más mayores ya
recordaban haber vivido una, aunque sí otras tragedias. Pero en pleno siglo XXI
nos ha tocado vivir una y comprobar que no éramos tan seguros e invulnerables
como pensábamos, que de repente todo nuestro mundo puede quedar alterado. La
situación que hemos vivido ha sido el desencadenante de muchas actitudes
sociales, algunas buenas y generosas, otras malas y egoístas; las situaciones
límite sacan lo mejor y, a veces, lo peor de las personas: la generosidad y el
sacrificio de muchos sanitarios y trabajadores, la preocupación por los
vecinos, la ayuda y el ánimo… todo eso han sido cosas maravillosas que cuando
tenemos de todo, seguridad, salud, comida, etc., no valoramos. Pero también ha
habido mucho miedo paralizante, mucho egoísmo de sálvese quien pueda, mucho
aislamiento forzoso y cobarde.
Los creyentes tenemos un motivo muy
especial para destacar en estas situaciones con un extra de presencia, de
solidaridad, de empatía, de estar con quien lo necesita. Y ese motivo lo hemos
escuchado en el evangelio: el otro que me necesita es para mí presencia de
Dios, presencia de Cristo: cuando vestimos al desnudo, cuando alimentamos al
hambriento, cuando damos de beber al sediento o visitamos al que está solo, es
a Cristo mismo a quien se lo hacemos. Y seremos juzgados para recibir o no la
vida eterna del cielo precisamente por esto, por si lo hicimos en esta vida o
no.
Por eso digo que los cristianos
tenemos una motivación especial, única, para ser semillas de bien, de caridad,
de fraternidad, sembradas en este mundo. El ejemplo de san Roque nos estimula a
ello; seguramente a nosotros no se nos va a pedir poner en peligro nuestras
vidas por sanar a otros, pero, sin duda, que se nos pide salir de nuestro
cascarón, ser más empáticos, menos egoístas, más abiertos.
Decía al comienzo que la devoción a
los santos nos es útil y buena para imitar sus virtudes y para solicitar su protección
e intercesión. San Roque es protector contra epidemias y pestes; le pedimos que
pronto nos veamos libres de este flagelo del coronavirus y que de él no
salgamos iguales que antes, sino mejores. Que, si Dios ha permitido esto en su
providencia, y es capaz de sacar bienes de los males, esta situación nos lleve
a reflexionar en profundidad sobre nuestra situación personal y social, sobre
el mundo que construimos con nuestras decisiones cotidianas y si este es según
el Evangelio de Jesucristo. Como nos ha dicho varias veces el Papa Francisco no
podemos engañarnos pensando que el maldito Covid nos ha cambiado un mundo que era casi
perfecto, porque, aunque fuera más confortable para nosotros, alrededor nuestro
ya había demasiada hambre, demasiada injusticia y demasiada desgracia como para
que nos podamos permitir permanecer impasibles.
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