SOMOS CIUDADANOS DEL CIELO
COMENTARIO A LAS LECTURAS DE LA MISA
Han transcurrido 40 días desde la Pascua de Resurrección del
Señor. Ya sabemos todos que el número 40 es muy simbólico en la historia de la
salvación: los cuarenta años de Israel en el desierto, los 40 días de Jesús
ayunando… 40 días era lo que, en el mundo hebreo, debía durar la instrucción de
un rabino a quien iba a tomar como discípulo, porque se consideraba que ese
tiempo era suficiente para instruir a alguien.
Por eso el Señor Resucitado ha dedicado 40 días a encontrarse
con sus apóstoles. Ha logrado vencer sus miedos, sus dudas, ya han visto que no
se trata de un espíritu ni de un muerto andante. Tiene las llagas de la cruz,
come con ellos, los abraza, los habla.
La resurrección no ha sido la reanimación de un cadáver, sino
la glorificación de Jesús; el Padre lo ha llamado a la vida porque él ha
entregado su vida por amor, cumpliendo hasta el final el plan de salvación.
Esta misión, esta catequesis continua del Señor Resucitado,
ha llegado a su fin y ahora debe volver al Padre, del que un día vino para
compartir nuestra existencia, para manifestarnos con palabras y gestos que
somos amados de Dios, que somos hermanos entre nosotros, que debemos hacer
entre todos el Reino de Dios en este mundo, para que impere la misericordia y
el amor fraterno.
Y deja su misión, el testigo, en manos de sus amigos, de su
Iglesia, la comunidad de los discípulos, para que ahora seamos su presencia en
el mundo, llevando adelante el encargo del Padre.
La Ascensión que hoy contemplamos no es una despedida, sino
el inicio de este tiempo nuevo. No significa que se acabe el tiempo de Cristo y
comience otro tiempo nuevo sin él. Significa que comienza el tiempo y la misión
de su Iglesia, nuestro tiempo. “Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que va
a venir sobre vosotros y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y
Samaría y hasta el confín de la tierra”.
Si el Señor no hubiera ascendido, si no hubiese vuelto al
Padre de esta forma visible ante ellos, aquellos hombres y mujeres débiles que
fueron los primeros discípulos, no hubieran sentido que comenzaba su tiempo.
Se hubieran quedado disfrutando de la presencia del
Resucitado, esperando a que ocurriera el siguiente encuentro, la siguiente
aparición. De este modo, se dan cuenta de que el momento de partir ha llegado,
que no se pueden quedar plantados mirando al cielo, como les dice el ángel en
Betania.
Este es el primer mensaje de la solemnidad de la Ascensión:
el Señor nos ha confiado continuar la misión que él tenía: anunciar y realizar
el Reino de Dios animados y sostenidos por la fuerza del Espíritu que nos
envía.
El segundo puede ser este: la Ascensión del Señor significa
que a Dios llega nuestra humanidad. Por eso es para nosotros una promesa y una
esperanza. Estamos llamados, como Él y con Él, a vencer la muerte, a ser
glorificados, a vivir para siempre en Dios.
Creer esto, vivir convencidos de que nuestra patria
definitiva no este mundo, sino que somos ciudadanos del cielo, es un don de la
fe. Por eso dice el apóstol en la segunda lectura: que Dios os dé espíritu de
sabiduría y revelación para conocerlo, e ilumine los ojos de vuestro corazón
para que comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama, cuál es la riqueza
de gloria que da en herencia a los santos.
Tantas veces nos vemos abrumados por las incertidumbres y los
sufrimientos, lo vemos todo negro, perdemos la esperanza. El mal parece
demasiado grande y demasiado fuerte en este mundo como para ser vencido.
No olvidemos entonces que todo esto pasará, que no es lo
definitivo, que estamos hechos para vivir en Dios y con Dios. A donde ha
llegado Cristo, que es la cabeza, esperamos llegar también nosotros, que somos
su Cuerpo.
Dos mensajes importantes para el día de la Ascensión: somos
ciudadanos del cielo; y mientras llegamos a esa patria definitiva nos toca
cumplir el encargo del Señor y abrir paso al Reino de Dios en este mundo con la
fuerza del Espíritu Santo.
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