COMO EL PADRE ME ENVIÓ, ASÍ OS ENVÍO YO
COMENTARIO A LAS LECTURAS DE LA MISA Llevamos
ya ocho días celebrando la noticia más grande de todas, la que ha cambiado para
siempre la historia del mundo, la que da sentido a todo lo que creemos y
hacemos los cristianos: Jesucristo ha resucitado y está vivo.
Nada de nuestra fe cristiana tendría sentido
si Él hubiese desaparecido por la muerte de la cruz. Pero todo cobra sentido
desde su resurrección: reunirnos como Iglesia, celebrar el domingo, anunciarlo
a todos, celebrar los sacramentos….
En este
domingo II de pascua, llamado Domingo de la Divina Misericordia, la Palabra nos
ha presentado el cambio radical que el acontecimiento de la resurrección supuso
para los discípulos: el evangelio nos los presenta en la oscuridad de la noche,
con las puertas cerradas por el miedo y llenos de dudas. Como ocurre con Tomás,
ni siquiera el testimonio de los demás parece bastar para terminar de creer.
El Señor Resucitado entra en su casa, aunque está
cerrada, y les lleva la Paz. Les muestra las marcas de los clavos en su cuerpo,
ahora lleno de gloria y transformado: el Resucitado no es un fantasma ni es un
espíritu, pero tampoco es sin más un muerto viviente.
Se trata
de una forma de existencia nueva: su cuerpo es el mismo con el que ha padecido
y muerto en la cruz, pero, al mismo tiempo, vive de una forma nueva, plenificada,
gloriosa.
Y les desea la paz, ese es el saludo
permanente que repite: “Paz a vosotros”. Les da la paz que habían perdido
debido a tanto sufrimiento, a tanto miedo, a tanta desconfianza… y les devuelve
la confianza, la ilusión por la misión del Reino, que han de cumplir con el don
del Espíritu Santo.
Con ese
soplo de vida que el Señor hace sobre ellos, podrán hacer lo que hizo Jesús,
continuar la misión que recibió del Padre. Podrán llevar el perdón, perdonar en
su nombre: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les
quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos».
El centro
del evangelio de hoy no es la incredulidad de Tomás, sino el nacimiento de la
Iglesia y de su misión. El Señor ya ha hecho su parte, ahora han de ser sus discípulos los que
continúen, los que continuemos, siendo su presencia resucitada en el mundo.
En la
Pascua comienza el tiempo de la Iglesia, animada por el Espíritu Santo, y la
Iglesia existe (existimos) para hacer lo que hizo Jesús, para continuar en su nombre
estableciendo el Reino de Dios entre los hombres hasta que Él vuelva glorioso.
Nuestra misión es la misma que la suya: dar la vista a los ciegos, levantar a
los caídos, consolar a los tristes, perdonar y reconciliar, sanar, sostener,
querer…. llevar la Buena Noticia del amor de Dios a todos.
Estos signos de misericordia son los que, en
los primeros momentos después de la Resurrección, lograron que muchas personas
conocieran y creyeran en Jesucristo: Por mano de los apóstoles se realizaban
muchos signos y prodigios en medio del pueblo, acudía incluso mucha gente de
las ciudades cercanas a Jerusalén, llevando a enfermos y poseídos de espíritu
inmundo, y todos eran curados. Lo hemos escuchado en la primera lectura.
Nos toca creer sin ver; por nosotros dice
Cristo esa bienaventuranza: “Bienaventurados los que crean sin haber visto”.
Nosotros creemos por los signos que nos han dado otros que nos precedieron en
la vida de la Iglesia: por el testimonio de nuestros abuelos y padres, de los
catequistas y sacerdotes.
Pero
también de los mejores cristianos, los santos, que han vivido el seguimiento de
Cristo con coherencia y fidelidad. Y otros deberán creer por nosotros, por lo
que hagamos y digamos… Todos somos Discípulos y Misioneros y todos tenemos la
fuerza del Espíritu Santo, el regalo del Resucitado.
Llevamos
ya ocho días celebrando la noticia más grande de todas, la que ha cambiado para
siempre la historia del mundo, la que da sentido a todo lo que creemos y
hacemos los cristianos: Jesucristo ha resucitado y está vivo.
Nada de nuestra fe cristiana tendría sentido
si Él hubiese desaparecido por la muerte de la cruz. Pero todo cobra sentido
desde su resurrección: reunirnos como Iglesia, celebrar el domingo, anunciarlo
a todos, celebrar los sacramentos….
En este domingo II de pascua, llamado Domingo de la Divina Misericordia, la Palabra nos ha presentado el cambio radical que el acontecimiento de la resurrección supuso para los discípulos: el evangelio nos los presenta en la oscuridad de la noche, con las puertas cerradas por el miedo y llenos de dudas. Como ocurre con Tomás, ni siquiera el testimonio de los demás parece bastar para terminar de creer.
El Señor Resucitado entra en su casa, aunque está
cerrada, y les lleva la Paz. Les muestra las marcas de los clavos en su cuerpo,
ahora lleno de gloria y transformado: el Resucitado no es un fantasma ni es un
espíritu, pero tampoco es sin más un muerto viviente.
Se trata
de una forma de existencia nueva: su cuerpo es el mismo con el que ha padecido
y muerto en la cruz, pero, al mismo tiempo, vive de una forma nueva, plenificada,
gloriosa.
Y les desea la paz, ese es el saludo
permanente que repite: “Paz a vosotros”. Les da la paz que habían perdido
debido a tanto sufrimiento, a tanto miedo, a tanta desconfianza… y les devuelve
la confianza, la ilusión por la misión del Reino, que han de cumplir con el don
del Espíritu Santo.
Con ese soplo de vida que el Señor hace sobre ellos, podrán hacer lo que hizo Jesús, continuar la misión que recibió del Padre. Podrán llevar el perdón, perdonar en su nombre: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos».
El centro del evangelio de hoy no es la incredulidad de Tomás, sino el nacimiento de la Iglesia y de su misión. El Señor ya ha hecho su parte, ahora han de ser sus discípulos los que continúen, los que continuemos, siendo su presencia resucitada en el mundo.
En la Pascua comienza el tiempo de la Iglesia, animada por el Espíritu Santo, y la Iglesia existe (existimos) para hacer lo que hizo Jesús, para continuar en su nombre estableciendo el Reino de Dios entre los hombres hasta que Él vuelva glorioso. Nuestra misión es la misma que la suya: dar la vista a los ciegos, levantar a los caídos, consolar a los tristes, perdonar y reconciliar, sanar, sostener, querer…. llevar la Buena Noticia del amor de Dios a todos.
Estos signos de misericordia son los que, en los primeros momentos después de la Resurrección, lograron que muchas personas conocieran y creyeran en Jesucristo: Por mano de los apóstoles se realizaban muchos signos y prodigios en medio del pueblo, acudía incluso mucha gente de las ciudades cercanas a Jerusalén, llevando a enfermos y poseídos de espíritu inmundo, y todos eran curados. Lo hemos escuchado en la primera lectura.
Nos toca creer sin ver; por nosotros dice Cristo esa bienaventuranza: “Bienaventurados los que crean sin haber visto”. Nosotros creemos por los signos que nos han dado otros que nos precedieron en la vida de la Iglesia: por el testimonio de nuestros abuelos y padres, de los catequistas y sacerdotes.
Pero
también de los mejores cristianos, los santos, que han vivido el seguimiento de
Cristo con coherencia y fidelidad. Y otros deberán creer por nosotros, por lo
que hagamos y digamos… Todos somos Discípulos y Misioneros y todos tenemos la
fuerza del Espíritu Santo, el regalo del Resucitado.
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