¿QUÉ MANDAMIENTO ES EL PRIMERO DE TODOS?
COMENTARIO A LAS LECTURAS DE LA MISA
En
el evangelio son siempre muy importantes los encuentros, porque Jesús no vive
encerrado entre los muros de un templo o de una escuela, como hacían
muchos maestros religiosos de su época, esperando a que lleguen nuevos
discípulos.
Él
lleva una vida itinerante con sus amigos y discípulos, sin residencia fija,
yendo allí a donde el Espíritu le lleve, sin tener ni siquiera donde reclinar
la cabeza. Y, por el camino de una aldea a otra, se va dejando encontrar por
personas de lo más variado: el joven rico y perfeccionista, el mendigo ciego
Bartimeo, un leproso o, como en el pasaje de este domingo, todo un doctor en la
ley hebrea: un escriba.
Los
escribas en Israel eran los expertos en las Sagradas Escrituras, a los que la
gente reconocía como una autoridad y consultaban para que emitieran juicios
sobre cuestiones religiosas y legales. Este escriba, a diferencia de otros, se
acerca a Jesús de buena fe; ha oído la enseñanza del Maestro y comprende que
habla sin doblez, con una enseñanza nueva, fresca, que no puede venir sino de
Dios.
Su
pregunta nos puede resultar incluso extraña. ¿Cómo es posible que un hombre
sabio de la religión no supiera cuál es el primer mandamiento de la Ley de
Dios?
Jesús,
en cambio, no encontró en ella nada de sorprendente. En aquel tiempo, a
diferencia de lo que sucede ahora, los hombres estaban realmente preocupados
por cumplir la voluntad de Dios con exactitud en su vida pública y privada. Y
conocerla y cumplirla no era tan fácil, porque se había ido complicando con
centenares de normas que parecían tener todas idéntico valor. Por eso, la
pregunta de aquel doctor de la Ley era necesaria y recta. Le viene a decir: “Maestro
tú que enseñas la verdad de Dios y no la sabiduría de los hombres, muéstrame
cómo conocer su voluntad”.
La
respuesta de Jesús fue repetir el mandamiento principal de la Ley: “Escucha
Israel, el Señor tu Dios es el único Señor. Lo amarás con todo tu corazón, tu alma, tu mente, con todo tu ser”.
Estas palabras primeras de la Ley, el llamado Shemá, son tan importantes para
los hebreos que se las anudan en la frente y en las muñecas cuando rezan, con
las llamadas filacterias. También las ponen en las jambas de las puertas, para
tocar estas palabras al entrar o salir de la casa.
¿Por
qué? Porque es lo esencial y lo primero a cumplir. Tener a Dios como único
Señor de nuestras vidas no nos convierte en esclavos, sino en libres. Libres
frente a los ídolos de este mundo del poder, el tener y el placer que, si les
dejamos, nos dominan por completo.
Amar
a Dios con todo el corazón significa reconocer que mi vida le pertenece, que está
en sus manos y que puedo vivir con la confianza puesta en que no me dejará
durante esta vida y que me espera en la vida futura, en la que me acogerá en su
amor de Padre bueno.
Pero
la novedad de la enseñanza de Jesús está en que a ese primer mandamiento une
inseparablemente este otro: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”, que ya estaba
escrito en el libro del Levítico. Y dice que "no hay mandamiento mayor que
estos”. De dos hace uno solo.
Jesús
enseña así que el amor a Dios solo es verdadero si se comprueba en el amor al
prójimo. Si no, puede que sea fantasía, ideología o falsa religiosidad. Porque, quien no ama al prójimo al que ve, ¿Cómo puede amar a Dios al que no ve?
Para
mí, que soy discípulo de Jesús, el prójimo es una presencia de Dios, es su
imagen y semejanza, especialmente si está necesitado. Y quien es mi prójimo ya
lo sabemos porque también nos lo enseñó Cristo: no es solamente, como decían en
tiempos anteriores, el que pertenece a mi pueblo, el semejante a mí.
Mi
prójimo, como para Jesús, es todo aquel que encuentro en el camino de la vida:
puede ser el ciego Bartimeo en el que nadie repara, como escuchábamos el
domingo pasado, el desechado, el que me resulta incómodo… incluso aquel que no
me quiere.
Pero
para amar así a los demás, sin distinciones ni límites, es necesario estar muy
cerca del amor de Dios, tenerlo dentro, porque esto desborda las capacidades
humanas de amar. Por eso Jesús enseña que se trata de un doble amor que se
necesita el uno al otro y es un doble mandamiento del que no puede separarse
una parte de la otra.
Le
pedimos al Señor en este domingo acoger la Palabra que nos da como luz para
nuestro camino cotidiano. Le pedimos, especialmente, no olvidar nunca qué es lo
esencial, qué es lo verdaderamente importante a cumplir. Y que en su amor, que
recibimos y nutrimos en esta celebración, encontremos la fortaleza para amar a
nuestro prójimo, como Él nos enseña, sin hacer distinción.
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