NO ES LO MISMO DAR QUE DARSE...
COMENTARIO A LAS LECTURAS DE LA MISA
Un
domingo más, si la acogemos con una escucha atenta y con mente y corazón
abiertos, la Palabra de Dios nos enseña las actitudes y valores esenciales de
la vida, y nos pregunta si vivimos verdaderamente, y no desde la
superficialidad, las bienaventuranzas del Evangelio.
En
la escena evangélica que se nos ha narrado hoy, se nos dice que Jesús estaba en
el templo de Jerusalén. Allí pasaba largos tiempos, en el lugar que él llamaba “la
casa de mi Padre”, dedicado a la oración y a enseñar. Jesús, con su mirada
profunda, veía lo mejor y lo peor de todos los que frecuentaban el templo: la
humildad de los pobres y la vanidad de los escribas y maestros de la ley, que
se paseaban con sus ropajes distintivos.
Les
encantaba aparentar, llamar la atención, ser los primeros en ocupar los puestos
de honor; les encantaba, igualmente, hacer ostentación de sus largos rezos, al
tiempo que se aprovechaban de su status religioso para quitarles bienes a los
más pobres. Son propuestos en la enseñanza de Jesús como lo contrario de lo que
deben buscar sus discípulos.
Sentado en un lugar del templo de Jerusalén,
desde el que podía observar cómo se acercaban los fieles a echar sus donativos,
observaba a los ricos, que echaban mucho dinero en el cepillo del templo; pero
no lo hacían por una mayor devoción, sino que echaban mucho porque también les
sobraba mucho.
Al
lado de aquellas ofrendas abundantes, las dos moneditas que pudo dar una pobre
viuda al cepillo del templo, no significaban nada. Pero la mirada de Jesús es
la mirada profunda de Dios y, por ello, descubre que tienen un valor superior a
todas las otras: aquella mujer no ha dado de lo que la sobraba, sino lo que
tenía para vivir.
Así
que no ha dado simplemente algo, sino que se ha dado a si misma: movida por una
fe, que es confianza y un abandono total en Dios, ha entregado su vida entera;
echa su posibilidad de vivir en la presencia de Dios.
Aparecen
así dos actitudes completamente opuestas: la primera, que Jesús critica con
dureza, es la de los acaudalados y la de los escribas: una actitud religiosa de
pura fachada. Dan para ser vistos y orando se hacen pasar por hombres muy
religiosos, todo lo que hacen es para ser admirados por los hombres, pero no
para dar gloria a Dios. Aunque hagan cosas muy buenas no tienen valor alguno
ante Dios, que conoce las intenciones últimas.
La
segunda actitud, la verdaderamente valiosa, es la de la viuda pobre del
evangelio que, como aquella viuda de Sarepta que acogió al profeta Elías, en la
primera lectura, dan todo, se dan por completo, y no lo hacen para ser vistas,
sino por fe y por amor desinteresado.
Las
actitudes son más importantes que lo material de los actos. Si hago el bien, si
cumplo un servicio, con el fin de ser reconocido como bueno y generoso, si
exijo que se me reconozca lo mucho que hago y lo mucho que valgo, o que me
premien devolviéndome el bien, no uso la lógica del amor verdadero, que es dar
sin esperar nada.
Si
obro para gloria de Dios y para bien del prójimo, ya en hacer el bien debo
encontrar la mejor recompensa. Jesús nos dijo “Que no sepa tu mano izquierda lo
que hace tu derecha”, sed generosos y misericordiosos para imitar a vuestro
Padre Dios, que lo es con todos por igual.
La
Palabra de Dios de este domingo nos interroga: ¿Cuáles son mis verdaderas
motivaciones para hacer las cosas? ¿Las hago para gloria de Dios y bien del
prójimo, aunque no lo sepa nadie ni haya quien me lo reconozca o me lo premie?
¿O exijo todo esto para hacer el bien y me frustro si no lo tengo?
El
mejor modelo para aprender a amar sin reservas ni medidas, desinteresadamente y
hasta el final, es el mismo Jesucristo, nuestro Señor. El, como hemos escuchado
en la segunda lectura, no sacrificó algo externo, sino que se dio en sacrificio
a sí mismo, de una vez para siempre, para alcanzarnos el perdón y la
reconciliación. Aprendamos de Él no solamente a dar con generosidad y
desinteresadamente, sino a darnos, que es aún más valioso, aunque sea más
difícil.
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