YO SOY LA LUZ DEL MUNDO
Nos acercamos a la Pascua, la celebración anual de la
resurrección de nuestro Salvador Jesucristo. Somos el pueblo de la Pascua,
nacidos del bautismo por el que hemos muerto y resucitado con Cristo.
¿Cuáles son los dos grandes signos de la Pascua y del bautismo
cristiano? El agua y la luz. Por eso, el domingo pasado Jesús daba a la mujer
samaritana el agua viva, que sacia la sed para siempre, y, en este domingo,
Jesús le da al ciego la luz y nos dice a todos “Yo soy la luz del mundo”.
Jesús vio al ciego de nacimiento y se fijó en él, se paró a
escucharle. Los demás, seguramente, ya ni lo hacían, porque en el tiempo de
Jesús los tullidos, los enfermos, los ciegos, formaban parte del paisaje de las
aldeas sin que nadie les atendiese. Además, ¿Qué podía hacerse por un ciego de
nacimiento? Si alguien tenía compasión podía, a lo sumo, darle una limosna…
Pesaba sobre los leprosos, los tullidos, los ciegos, un
estigma social y un estigma religioso. Si alguien sufría esa situación sería porque era un gran pecador. Y si no lo era él, lo eran sus padres, de los cuales
habría heredado el pecado, por el que resultaba castigado con la enfermedad o
la ceguera. En ese sentido va la pregunta de los discípulos: ¿Quién pecó, éste
o sus padres, para que naciera ciego?
Jesús no comparte esa visión tan negativa de los enfermos. La
enfermedad no es un castigo del pecado, ni el enfermo o el ciego son más
culpables que los sanos. Por eso dedica el Señor sus fuerzas a combatir la
enfermedad y todo lo que daña al ser humano: cura, alivia, resucita, da
esperanza…
Jesús le devuelve la vista y el hombre curado se convierte en
discípulo. Un hecho así, maravilloso, humanamente inexplicable, debería ser una
señal para todos de que Jesús es el Mesías de Dios, el que trae la luz de Dios
al mundo.
Pero hay corazones tan endurecidos por el pecado y mentes tan
cerradas por los prejuicios, como las de los fariseos, que ni teniendo delante
al ciego que ahora ve son capaces de reconocer que el poder de Jesús viene de
Dios y que es más que un profeta.
Para ellos Jesús no lo es, porque no guarda las costumbres
sobre el sábado judío y las otras costumbres religiosas según su modo estrecho
de entenderlas.
¿Qué ceguera es mayor, la del que ha sido sanado por Jesús o
la de aquellos que ni viendo tales signos son capaces de abrir la mente y el
corazón a la luz de Dios mientras dicen creer en él?
La respuesta está clara: es peor la ceguera de los
adversarios de Jesús, porque es una ceguera voluntaria, la de quien quiere
cerrarse a los signos del Reino de Dios y abrirse a la fe con humildad.
Jesucristo es la luz del mundo y es la luz de nuestras vidas.
Si nos falta la luz estamos ciegos, no sabemos hacia dónde vamos, no
distinguimos lo que tenemos alrededor, ni siquiera podemos reconocer al hermano
a nuestro lado. Solo nos vemos a nosotros mismos y nos tomamos por el centro de
todo.
El apóstol Pablo nos dice que ya no somos tinieblas, sino luz
en el Señor. El día de nuestro bautismo, recibieron por nosotros la luz de
Cristo para que brillara siempre en nuestras vidas. Ese mismo gesto lo
repetiremos en la noche de la Vigilia Pascual. Llevamos encendida en nuestra
vida la luz de Cristo, no caminamos entre tinieblas, sabemos a dónde vamos y
reconocemos a quien camina a nuestro lado.
Toda bondad, justicia y verdad son fruto de la luz y todo el
que busca hacer la voluntad de Dios en su vida, aunque se equivoque a veces, es
hijo de la luz.
Jesucristo es el agua viva y es la luz del mundo. El camino
cuaresmal es una invitación permanente a ponernos ante la luz de Jesús, ante su
Palabra, para descubrir cuáles son las oscuridades y tinieblas que el pecado
hace aparecer en nosotros.
Tiempo de conversión, como escuchamos al recibir el signo de
la ceniza: “Conviértete y cree en el evangelio”. Pidamos al Señor que nos cure
de nuestras cegueras y alumbre nuestras oscuridades.
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