viernes, 17 de marzo de 2023

DOMINGO IV DE CUARESMA (CICLO A)

 YO SOY LA LUZ DEL MUNDO


COMENTARIO A LAS LECTURAS DE LA MISA

Nos acercamos a la Pascua, la celebración anual de la resurrección de nuestro Salvador Jesucristo. Somos el pueblo de la Pascua, nacidos del bautismo por el que hemos muerto y resucitado con Cristo.

¿Cuáles son los dos grandes signos de la Pascua y del bautismo cristiano? El agua y la luz. Por eso, el domingo pasado Jesús daba a la mujer samaritana el agua viva, que sacia la sed para siempre, y, en este domingo, Jesús le da al ciego la luz y nos dice a todos “Yo soy la luz del mundo”.

Jesús vio al ciego de nacimiento y se fijó en él, se paró a escucharle. Los demás, seguramente, ya ni lo hacían, porque en el tiempo de Jesús los tullidos, los enfermos, los ciegos, formaban parte del paisaje de las aldeas sin que nadie les atendiese. Además, ¿Qué podía hacerse por un ciego de nacimiento? Si alguien tenía compasión podía, a lo sumo, darle una limosna…

Pesaba sobre los leprosos, los tullidos, los ciegos, un estigma social y un estigma religioso. Si alguien sufría esa situación sería porque era un gran pecador. Y si no lo era él, lo eran sus padres, de los cuales habría heredado el pecado, por el que resultaba castigado con la enfermedad o la ceguera. En ese sentido va la pregunta de los discípulos: ¿Quién pecó, éste o sus padres, para que naciera ciego?

Jesús no comparte esa visión tan negativa de los enfermos. La enfermedad no es un castigo del pecado, ni el enfermo o el ciego son más culpables que los sanos. Por eso dedica el Señor sus fuerzas a combatir la enfermedad y todo lo que daña al ser humano: cura, alivia, resucita, da esperanza…

Jesús le devuelve la vista y el hombre curado se convierte en discípulo. Un hecho así, maravilloso, humanamente inexplicable, debería ser una señal para todos de que Jesús es el Mesías de Dios, el que trae la luz de Dios al mundo.

Pero hay corazones tan endurecidos por el pecado y mentes tan cerradas por los prejuicios, como las de los fariseos, que ni teniendo delante al ciego que ahora ve son capaces de reconocer que el poder de Jesús viene de Dios y que es más que un profeta.

Para ellos Jesús no lo es, porque no guarda las costumbres sobre el sábado judío y las otras costumbres religiosas según su modo estrecho de entenderlas.

¿Qué ceguera es mayor, la del que ha sido sanado por Jesús o la de aquellos que ni viendo tales signos son capaces de abrir la mente y el corazón a la luz de Dios mientras dicen creer en él?

La respuesta está clara: es peor la ceguera de los adversarios de Jesús, porque es una ceguera voluntaria, la de quien quiere cerrarse a los signos del Reino de Dios y abrirse a la fe con humildad.

Jesucristo es la luz del mundo y es la luz de nuestras vidas. Si nos falta la luz estamos ciegos, no sabemos hacia dónde vamos, no distinguimos lo que tenemos alrededor, ni siquiera podemos reconocer al hermano a nuestro lado. Solo nos vemos a nosotros mismos y nos tomamos por el centro de todo.

El apóstol Pablo nos dice que ya no somos tinieblas, sino luz en el Señor. El día de nuestro bautismo, recibieron por nosotros la luz de Cristo para que brillara siempre en nuestras vidas. Ese mismo gesto lo repetiremos en la noche de la Vigilia Pascual. Llevamos encendida en nuestra vida la luz de Cristo, no caminamos entre tinieblas, sabemos a dónde vamos y reconocemos a quien camina a nuestro lado.

Toda bondad, justicia y verdad son fruto de la luz y todo el que busca hacer la voluntad de Dios en su vida, aunque se equivoque a veces, es hijo de la luz.

Jesucristo es el agua viva y es la luz del mundo. El camino cuaresmal es una invitación permanente a ponernos ante la luz de Jesús, ante su Palabra, para descubrir cuáles son las oscuridades y tinieblas que el pecado hace aparecer en nosotros.

Tiempo de conversión, como escuchamos al recibir el signo de la ceniza: “Conviértete y cree en el evangelio”. Pidamos al Señor que nos cure de nuestras cegueras y alumbre nuestras oscuridades.

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