EL REGALO DEL AGUA VIVA
COMENTARIO A LAS LECTURAS DE LA MISA
Ya estamos en el ecuador de la Cuaresma, a mitad de nuestro
camino hacia la Pascua del Señor, que es también nuestra Pascua.
En este tiempo, la Iglesia nos propone fundamentalmente dos
claves: la primera es la penitencial, que se concreta en la invitación a la
conversión que recibimos ya el miércoles de ceniza. Los dos domingos anteriores
han seguido esta línea penitencial: entrar en el desierto con Jesús para vencer
la tentación con su Palabra (primer domingo) y cambiar con Jesús, ser
transfigurados (segundo domingo).
La segunda clave es la bautismal, ya que la cuaresma era
desde siempre el tiempo en el que se hacía más intensa la preparación de los catecúmenos
que iban a ser bautizados en la Vigilia pascual.
A esta clave responde el evangelio de hoy: el encuentro de
Jesús con la samaritana.
Y también el resto de las lecturas, ya aparecen la sed y el
agua. Todos tenemos experiencia de que cuando uno tiene sed de verdad, profunda,
no hay nada como el agua para quitárnosla. Puede haber otras bebidas más ricas,
más sofisticadas, pero como el agua no hay nada cuando uno se muere de sed. Por
eso, el agua es un símbolo muy adecuado para expresar el don de Dios, aquello
que viene a saciar la sed más honda del corazón humano.
El pueblo de Israel se moría de sed en el desierto, en una
larga travesía hacia la tierra prometida que ponía a prueba su confianza en Yahvé
Dios. Estaban tan desesperados que dudan de Moisés, aquel que les guía en
nombre de Dios, y hasta dudan de Dios mismo. ¿No habría sido mejor quedarse en
la esclavitud de Egipto donde, al menos, tenían agua y comida, aunque fuese agua
y comida de esclavos?
La sed que sienten es física, pero no es solo física. También
dudan, tienen sed de esperanza, sed de confianza, porque la van perdiendo… El
milagro de la roca que se abre para hacer brotar el agua que tanto necesitaban,
les confirma en la fe. Verdaderamente Dios está con nosotros, no nos ha dejado,
merece la pena seguir caminando guiados por la fe.
Jesús también siente sed. Es hijo de Dios, sí, pero también
es plenamente hombre. Y el calor de mediodía en aquellos caminos de Samaría
debía ser asfixiante, así que se detiene en el pozo de Jacob, en la ciudad de
Sicar.
Allí se encuentra con una mujer desconocida, una samaritana,
a la que pide agua del pozo para beber. El encuentro entre ellos estaba lleno
de barreras que parecían hacer imposible el diálogo: barreras por la raza, ya
que judíos y samaritanos no se trataban, barreras por el sexo, porque un judío
respetable evitaba hablar a solas con una mujer desconocida, y barreras
religiosas, ya que un rabino no podía tratar así con una mujer pagana.
Pero Jesús se salta todas esas barreras porque descubre la
sed profunda de aquella mujer. El diálogo es una verdadera catequesis de Jesús
que, como un maestro paciente, va guiando a la mujer al descubrimiento del don
de Dios y de su propia persona.
Aquel que pedía agua del pozo es ahora el que le ofrece a la
samaritana el agua viva, la que viene de él, la que quita toda la sed, la que
se convierte dentro de quien la recibe en una fuente que salta hasta la vida
eterna. ¿Cuál es esta agua viva que la samaritana no conoce aún? Jesús lo
explicó un día en el templo de Jerusalén gritando a la gente: ¡el que tenga sed
que venga y beba del agua viva que yo le daré y no tendrá más sed!
Es el agua del Espíritu Santo, que Jesucristo da a quienes
creen en él y reciben el santo bautismo. El agua que sacia la sed más profunda
del ser humano: la sed de amor, la sed de confianza, la sed de eternidad.
En el bautismo hemos recibido el maravilloso regalo de ser
templos, moradas, del Espíritu Santo, que ya vive en nosotros para siempre. Como
nos ha dicho el apóstol Pablo en la segunda lectura: la esperanza no defrauda,
porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu
Santo que se nos ha dado.
Nada ni nadie nos podrá quitar ya este don de Dios, este
surtidor de agua viva que está dentro de nosotros. Lo que nos toca ahora es
vivir dejándonos mover por este Espíritu que da vida.
Podemos adorar a Dios en espíritu y en verdad en cualquier
lugar y circunstancia; ya no importa si es en Jerusalén o en el monte de los
samaritanos.
Lo que el Padre quiere es ser adorado en espíritu y verdad
por verdaderos adoradores. Aunque estemos en la cama por una enfermedad,
trabajando, en casa, en el tiempo de ocio con la familia y los amigos, siempre
estamos en el templo del Espíritu adorando a Dios con la ofrenda de nuestra
vida. Esto es así gracias al Espíritu Santo que nos habita.
En este tiempo que nos queda de Cuaresma, los catecúmenos van
a intensificar su preparación para recibir el bautismo pascual. Los que ya
hemos sido bautizados tenemos que prepararnos para renovar nuestro bautismo en
la Vigilia pascual y en los domingos de Pascua.
Y seamos testigos misioneros como la mujer samaritana, que
llevó a todo su pueblo a encontrarse con Jesús, de modo que todos pudieron
decir: nosotros mismos lo hemos oído y sabemos que él es de verdad el Salvador
del mundo.
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