En medio del camino de la
Cuaresma hacia la Pascua de Jesucristo, que es también nuestra Pascua,
celebramos hoy la solemnidad de San José, esposo de la Virgen María y padre
adoptivo del Salvador. Con la antífona de entrada de la misa de hoy, le
llamamos: “el administrador fiel y prudente, a quien el Señor puso al frente de
su servidumbre”.
La crisis actual del padre
Muchos análisis de filósofos y
pensadores coinciden en que en nuestra sociedad occidental la figura del padre
lleva décadas en crisis.
Para algunos es positivo; así se
derrumba una sociedad patriarcal, que oprime, y se generan nuevos vínculos
familiares y sociales más libres e igualitarios. Corrientes de la psicología del
pasado siglo veían en la figura paterna la autoridad que anula las
posibilidades de un desarrollo autónomo en las personas.
Pero, para muchos otros, la
crisis de la figura paterna ha traído muchos males, algunos de ellos
evidenciados a diario en la sociedad en que vivimos. También en lo religioso es
grave: Jesús nos enseña a llamar a Dios Abbá-Padre. Pero, ¿cómo enseñar a
llamar a Dios Padre si la paternidad está tan cuestionada?
Dios mismo quiso que su Hijo
tuviera un padre en este mundo. Si le quiso igual en todo a nosotros, menos en
el pecado, también quiso que fuera educado por un padre que le corrigiera, que
le acompañara, que le sostuviera… todo lo que hace un padre, un buen padre.
Llevamos en nosotros mucho de
nuestro padre. Jesús, según la ley de la encarnación, también llevó, como
hombre, mucho de lo aprendido de su padre de adopción José. El evangelista
Mateo nos dice que era un hombre “justo”; esto significa que buscaba vivir enteramente
según la ley santa de Dios. Por eso Jesús dijo “no he venido a abolir la Ley,
sino a darla cumplimiento”. De san José aprendió a buscar, en todo, la voluntad
de Dios Padre y lo vivió a fondo, hasta entregar la vida en la cruz.
El trono de David, su Padre
David recibe la profecía de Natán: su descendencia será bendecida por el Señor, el reino de su hijo Salomón
será afirmado y consolidado. David fue el gran rey de Israel, el que logró la
unión del norte y del sur en un solo pueblo. Un rey de paz, como podía
entenderse este concepto en aquel tiempo, cuajado de guerras entre naciones.
Pero, quizás David no llegó a
entender que la promesa iba, realmente, mucho más de un reinado humano, por
bendecido y estable que fuera este. El rey prometido, que nacería de su linaje,
es el Mesías esperado: Jesucristo, el Hijo de Dios. Él es el verdadero rey de
paz que necesita, no solamente Israel, sino la humanidad entera. Él une
corazones desgarrados, pone perdón donde había odio, nos reconcilia con
nosotros mismos, con los demás y con Dios.
Ese enraizamiento de Jesús, el
hijo de Dios y de María, en las promesas hechas al linaje de David, es posible
gracias a la figura de san José. A pesar de sus dudas y recelos, se fía del
mensaje angélico recibido en sueños, como tantas veces a los profetas Dios les
hablaba en sueño. Acoge al hijo que esperaba María y le pone el nombre, como
debía hacer el padre israelita con los hijos que reconocía legalmente. Así,
Jesús pasa a integrarse en el linaje de David y es el cumplimiento de las
promesas de esta genealogía.
Varón creyente
Como Abraham, padre de todos en
la fe, José es, ante todo, creyente. No porque afirme unas ideas religiosas o
viva acorde a una conducta concreta, sino porque se fía completamente de Dios.
Vive como dice el apóstol Pablo: “apoyado en la esperanza, creyó contra toda
esperanza”. Esa fe le fue contada como justicia y, por eso, es el creyente
“justo”.
Ante la crisis de la paternidad,
que mencionábamos al comienzo, san José nos enseña cómo ha de ser el verdadero
padre cristiano: modelo de fe y compromiso para sus hijos, justo en la justicia
de Dios y de la sociedad humana, que ejerce una sana y recta autoridad basada primero
en el ejemplo de lo que vive, que educa y corrige sin asfixiar el genio y las
cualidades de sus hijos, sino potenciándolas y respetando en su autonomía.
Una mala concepción de la paternidad,
abusiva, autoritaria, desigual, merece entrar en crisis y desaparecer. Pero una
paternidad recta es absolutamente necesaria para el desarrollo de los hombres y
de las sociedades. San José nos ayude a todos, especialmente a los padres
cristianos en el momento de gran confusión que vivimos.
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