ESTE ES EL CORDERO DE DIOS
COMENTARIO A LAS LECTURAS DE LA MISA
El domingo pasado cerrábamos el ciclo de la Navidad con la
celebración del Bautismo del Señor. Es el comienzo de la vida pública de Jesús,
tras el silencio de treinta años en Nazaret. Jesús va a dedicar tres años
intensos a anunciar el Reino de Dios con palabras y con obras, dejando tras de
sí una comunidad de discípulos, nosotros, la Iglesia, que tenemos que continuar
su misión en el mundo, conducidos y animados siempre por su Espíritu Santo.
El tiempo ordinario, hoy es el segundo domingo, es el tiempo
más largo del año litúrgico cristiano. Vamos acompañando al Señor, domingo tras
domingo, aprendiendo de él, escuchándole, empapándonos de su Evangelio. Así
hasta que lleguemos a la Pascua, su pasión, muerte y resurrección, preparada
por los cuarenta días de la Cuaresma.
El evangelio de hoy lo podemos entender como una continuación
del evangelio del domingo del Bautismo: Juan Bautista ha quedado profundamente
conmocionado por lo que ha vivido al bautizar a Jesús. Por eso da testimonio de
él; ya no bautiza para preparar el camino al Mesías de Dios, porque ahora tiene
claro que este ya ha llegado: es Jesús de Nazaret.
Todo el evangelio que acabamos de escuchar es una confesión
de fe de Juan Bautista en Jesús. Comienza llamándole Cordero de Dios. A
nosotros como cristianos, esta expresión para referirse a Jesucristo nos
resulta muy familiar, porque la repetimos en la misa hasta tres veces: en el
Gloria, cuando decimos “Señor Dios, Cordero de Dios, Hijo del Padre”, en la
fracción del pan antes de comulgar “Cordero de Dios, que quitas el pecado del
mundo” y cuando el sacerdote nos presenta la Sagrada Eucaristía ya partida:
“este es el Cordero de Dios”.
¿Por qué llamamos a Jesús cordero? Juan Bautista lo tiene
claro y sus oyentes, que eran judíos, también lo entendieron bien al oírlo. El
cordero es la víctima que se ofrece en la Pascua hebrea, recordando aquel cuya
sangre se puso en las puertas de los judíos para evitar la muerte de los
primogénitos. Ese acontecimiento fue el decisivo para que Israel pudiera salir
de la esclavitud de Egipto a la libertad, guiados por Moisés.
Desde entonces, en cada Pascua, un cordero inocente, que
carga con los pecados de su pueblo, es sacrificado y su carne es comida en un
banquete que crea comunión entre los comensales y de estos con Dios.
Está bien claro porque podemos llamar a Jesús Cordero de
Dios: él se da en sacrificio de amor, muere por nosotros para evitar nuestra
muerte eterna, y se deja comer en el banquete de la eucaristía para crear
comunión entre nosotros, es un banquete de hermanos, y de nosotros con Él.
Verdaderamente, las características que vemos en un cordero, es
un animal pacífico, inocente, hermoso, las tiene el Señor Jesús, que pasó por
el mundo haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo.
Pero Juan dice más: Cristo es el que bautiza con Espíritu
Santo. Puede hacerlo porque Él, como Hijo amado del Padre, está lleno del
Espíritu, es el Mesías, que significa el Ungido.
Nosotros no hemos recibido el bautismo de Juan, que era una
simple preparación, no. Hemos recibido el bautismo de Jesús, que es el bautismo
con Espíritu Santo, el que recibimos en la Iglesia.
¡Qué maravilla! El mismo Espíritu que se ha derramado sobre
Jesús, se ha derramado sobre nosotros al ser bautizados. Y, por eso podemos
llamar a Dios Padre, y por eso podemos, y debemos, hacer las mismas obras de
Jesús. Nuestra vocación de bautizados es la que anuncia el profeta Isaías en la
primera lectura: “Te hago luz de las naciones, para que mi salvación alcance
hasta el confín de la tierra”.
Preguntémonos hoy: ¿Soy portador de la luz de Dios para los
que tengo a mi alrededor?; ¿lo llevo también a las naciones, que hoy son los
que no le conocen y, a causa de ello, viven sin ilusión ni esperanza?
Que la gracia y la paz de parte de Dios y de nuestro Señor
Jesucristo nos acompañen durante toda la semana al salir del templo. Feliz
Domingo.
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