SAN JOSÉ, ENSÉÑANOS A ACOGER AL EMMANUEL
COMENTARIO A LAS LECTURAS DE LA MISA
Se nos ha ido pasando tan deprisa el Adviento… quizá ni nos
hemos dado mucha cuenta de que era adviento, un tiempo de preparación
espiritual intensa para los cristianos. Cada domingo, la Palabra de Dios ha
tenido un tema diferente, un lema, un mensaje. Todos ellos se complementan para
dar forma al adviento como un tiempo especial de conversión.
El primer domingo nos decía que debemos Velar, porque la fe dormida no se entera de la presencia permanente
de Dios. El segundo domingo nos decía que debemos Preparar los caminos al Salvador que viene, enderezando lo torcido,
abajando los montes del orgullo y la violencia y elevando los valles hundidos
de la depresión y los miedos. El tercer domingo, que fue el pasado, fue una
invitación a la Alegría porque el
Salvador, que ha de venir, ya está entre nosotros y nos da signos claros de su
Reino: enfermos que son sanados del cuerpo o del espíritu, y pobres que son
evangelizados.
Y este cuarto domingo, el último antes de la Navidad, es todo
él una llamada a Acoger la gran
noticia que lo cambia todo: Dios quiere compartir nuestra vida, viene a
nosotros como un niño indefenso que espera ser Acogido.
Los que nos enseñan a acoger y vivir la Navidad, con lo que significa
de verdad, son la Virgen María y san José, su esposo.
Lo hemos dicho tantas veces, y debemos seguir repitiéndolo
alto y claro: no dejemos que nos roben la Navidad cristiana, defendámosla en
nuestras casas y en nuestras parroquias. Porque una Navidad sin su centro, que
es el pesebre de Belén en el que nace el Mesías, es una Navidad absurda y sin
sentido. Una fiesta vacía, en la que se supone que debemos felicitarnos y estar
más alegres que el resto del año, pero no sabemos ya por qué deberíamos
hacerlo.
María y José, estos dos jóvenes israelitas, en los que Dios
puso su mirada en la plenitud de los tiempos para que fueran los necesarios
cooperadores a la salvación, son los que nos van a ayudar a centrar la Navidad
en su verdadero centro: Jesús.
El profeta Isaías, que aparece en la primera lectura, anuncia
unos 700 años antes del nacimiento de Jesús, en un momento muy difícil de la
historia de Israel, , un signo al terco rey Acaz. Este quería entregarse a las
potencias extranjeras para salvar al pueblo de Israel, en lugar de confiar en
la alianza con Yahvé Dios. El profeta responde que Dios le va a dar una señal,
que será clara para quien la mire con mirada de fe: la virgen está encinta y
dará a luz un hijo que será Emmanuel (Dios con nosotros).
Esta es la gran señal de Dios a la humanidad, su respuesta a
nuestras peticiones, esperanzas y angustias. Una señal que debe ser mirada con
ojos creyentes: la Virgen da a luz un hijo y va a ser el Emmanuel porque, por
él, sabemos que Dios está con nosotros para siempre, que le importamos tanto
que quiere compartir nuestra vida, hacerse uno con nosotros.
Muchos no reconocieron el signo de Dios, al igual que muchos
hoy no lo reconocen. Ahí tenemos a Herodes y al imperio romano, metidos en sus
ambiciones y poderes, demasiado ocupados y demasiado satisfechos como para
prestar atención a que las profecías se estaban cumpliendo ante ellos en la
pobre aldea de Belén, la ciudad de David. Y ahí tenemos a los sacerdotes del
templo y a los maestros de la ley, que estudiaban continuamente las Escrituras,
pero creían que Dios se debía manifestar poderoso, guerrero, y no pueden
admitir que nazca débil como un bebé.
¿Quiénes reconocen la señal de Dios? Los pobres y sencillos,
María, la madre, José, el padre de adopción que apenas entiende, pero obedece,
y, después, los pastores y magos.
Pero, entre todos ellos, el evangelista Mateo presta una
atención especial a San José. Es gracias a él, a que acoge como legítimo hijo a
ese niño que sabe que no es suyo, sino que viene de Dios, como Jesús se inserta
en el linaje de David, del que era José, el linaje del gran rey unificador de
Israel, rey de paz.
San José tuvo que hacer un ejercicio extraordinario de
humildad, tuvo que creer y obedecer, aunque no entendiera, porque formaba parte
de un plan más grande que el que podía tener de formar una familia hebrea con
su desposada, María de Nazaret.
De san José nos dice el evangelista dos características: era
justo y era bueno. Justo porque cumplía fielmente la ley religiosa, que le
obligaba a romper su desposorio con María ya que esperaba un hijo que no era de
él. Si lo hacía públicamente, significaría la condena a muerte por adulterio de
su prometida. Pero, como también era bueno, prefirió hacerlo en secreto,
desaparecer antes que hacer correr sangre inocente.
Pero Dios le habla en sueños por el ángel, como habló tantas
veces a los profetas antiguos. En ese hijo que espera María se van a cumplir
las promesas de Dios, la promesa de un Emmanuel. Y, al despertarse, solo
obedeció, sin preguntar más, sin medir las consecuencias de su decisión. Quería
colaborar con Dios, custodiando a María y amparando al hijo de sus entrañas.
Hoy es el último domingo del Adviento. Acojamos la Buena
Noticia que, un año más, celebraremos en los días de la Navidad: Dios se hace
hombre para que los hombres podamos ser sus hijos amados. Que esta Noticia dé
sentido a nuestro modo de celebrar la Navidad, que esté en el centro, que sea
lo que anunciemos, sin callarnos, a los que no la conocen o la quieren
silenciar.
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