ME PONDRÉ EN CAMINO A DONDE ESTÁ MI PADRE
COMENTARIO A LAS LECTURAS DE LA MISA
Toda la Palabra de Dios proclamada en
las lecturas de este domingo nos habla de la misericordia de Dios. Una
misericordia y un perdón que van más allá de lo que nosotros podamos imaginar,
porque nuestro modo de perdonar es humano y, por ello, limitado: perdonamos
hasta cierto punto, perdonamos, pero no olvidamos, perdonamos, pero sin aceptar
a quien nos ofendió….
El perdón del Padre Dios es total:
perdona y olvida nuestra ofensa, perdona y sigue amando, perdona y, al hacerlo,
salva y restaura a la persona.
Esto, ¿es una idea bonita que nos
viene bien creer para quedarnos tranquilos en nuestro pecado? El perdón del
Padre Dios nos lo ha enseñado su Hijo Unigénito Jesucristo, y por eso sabemos
que es cierto.
Al pueblo de Israel le costó creerlo
de verdad. Es por lo que encontramos testimonios en la historia de la
revelación, que es progresiva, paso a paso hasta Jesús, en el que se habla de
la “ira de Dios”, de la “venganza de Dios contra sus enemigos” o expresiones
similares. Como ejemplo nos basta con la primera lectura de hoy, tomada del
libro del Éxodo, que la liturgia la escoge precisamente para ver su contraste
con las preciosas parábolas de la misericordia del evangelio según san Lucas.
El pecado que cometen es muy grave:
la idolatría. Y esa idolatría, que consiste en adorar una imagen de animal, el
becerro de oro, encierra una gran ingratitud. Dios Yahvé, al que tanto clamaban
cuando estaban esclavos en Egipto, les ha sacado, con la guía de Moisés, de
aquella amenaza, les ha hecho libres… pero, en lugar de agradecérselo, se
dedican a adorar a un ídolo falso, a una
abominación construida con sus manos.
También nosotros podemos pecar de
idolatría y, desde luego, de ingratitud hacia Dios. Le pedimos muchas cosas
cuando nos aprieta la necesidad, pero cuando estamos bien nos acordamos poco de
Dios, o pensamos que las cosas nos van bien porque somos listos, porque
trabajamos duro, porque tenemos cualidades. Esto es ingratitud como la de los
israelitas…
Y si ponemos el dinero, la comodidad,
nuestros criterios por delante de Dios, los convertimos en ídolos y dioses
falsos a los que adorar.
Moisés hace de mediador para que el
pueblo no sea castigado como se merece. ¿Quién media permanentemente por
nosotros, quien es nuestro intercesor? Jesucristo es nuestro nuevo Moisés, el
que una vez resucitado y vuelto al Padre, está siempre intercediendo por
nosotros.
Jesús, que es el Hijo, es el que
conoce al Padre y nos ha dicho cómo es: un Padre que ama, que espera, que se
alegra por la vuelta de cada uno de sus hijos a la casa. También si sus hijos
son están tan perdidos y destruidos como aquellos publicanos y pecadores que le
están escuchando.
Para los fariseos y maestros de la
Ley, que están representados por el hijo mayor de la parábola, cumplidor, pero
juez implacable de su Padre y de su hermano menor, aquella gente no tenía
solución ni salvación.
Decirles que Dios Padre les espera,
que si vuelven a Él les abrirá las puertas de su hogar, era perder el tiempo y,
peor aún, blasfemar contra Dios que es un juez justo y serio. Así pensaba
también Pablo cuando era perseguidor de los cristianos. Hasta que, como dice en
la segunda lectura, “Dios tuvo compasión de mí porque no sabía lo que hacía…. La gracia de nuestro Señor Jesucristo
sobreabundó en mí junto con la fe y el amor”.
Las tres parábolas que pronuncia el
Señor, la moneda perdida, la oveja extraviada, el hijo pródigo, van tanto por
los fariseos como por los publicanos.
Podemos pensar que todos tenemos algo
de fariseos y algo de publicanos. Algo del hijo menor perdido y algo del hijo
mayor que no quiere que su hermano sea acogido.
¿Tengo experiencia de haber sido
perdonado, sanado, restaurado por el perdón de Dios?
¿No me acerco al perdón porque creo
que Dios ya no va a perdonarme ni yo voy a cambiar?
¿Soy juez duro de los errores y
pecados ajenos, incapaz de perdonar, al mismo tiempo que pido para mí el perdón
de Dios?
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