DADLES VOSOTROS DE COMER
Hoy es el domingo del Corpus Christi, del Cuerpo de Cristo,
fiesta que antes se celebraba en jueves como un eco del Jueves Santo en el que
el Señor instituyó la Eucaristía.
Hoy se nos invita a reconocer, a adorar y a agradecer el
inmenso regalo de la presencia permanente de Cristo en la Eucaristía, con la
que cumple la promesa que nos hizo: “Yo estaré con vosotros todos los días
hasta el fin del mundo”.
Es verdad que no es la única presencia del Salvador: también
está en la palabra del Evangelio, en la comunidad que se reúne en su nombre, en
los pobres y necesitados, en cada uno de nosotros… Pero la presencia de
Jesucristo en este sacramento del altar es realmente especial: está con su
Cuerpo y con su Sangre, real y verdaderamente, aunque nuestros sentidos solo
perciban un poco de pan y un poco de vino. Lo creemos y lo vivimos por la fe.
Sabemos que Él no puede engañarnos, y si nos ha dicho “Esto es mi Cuerpo” y
“Esta es mi sangre”, es porque realmente lo son.
La Eucaristía es el mayor tesoro de la Iglesia y la fuente de
la que brota todo lo demás que somos y hacemos. Sin Eucaristía no hay Iglesia
y, por ello, desde el comienzo las comunidades cristianas se reunieron en el
nombre del Señor para repetir los gestos y las palabras de Jesús en la última
cena pascual. San Pablo nos lo ha recordado en la segunda lectura de hoy: “El
Señor Jesús, la noche en que iba a ser entregado, tomo pan, pronunció la acción
de gracias y dijo… y después de cenar tomó el cáliz diciendo…
Este gesto de amor supremo, hacerse alimento, lo hace antes
de ser entregado, antes de dar la vida en la cruz. Toda la vida de Jesús fue
una vida de entrega por amor: a los pobres, a los enfermos, a los pecadores, a
los desesperados… a todos. Y antes de dar la vida por completo, deja este
testamento de amor que es la Eucaristía.
Y nos encargó: “Haced esto en memoria mía”. Nos pidió que
siguiésemos reuniéndonos en su nombre, que fuésemos una comunidad de hermanos
que se quieren y cuidan, sirviendo de sal y de luz para el mundo. Y que
partamos el pan y repartamos el vino, que son su Cuerpo y su Sangre. Al
recibirle a él en la comunión, nos comprometemos a vivir como Él, a darnos a
los demás como él lo hizo y lo hace.
Y esta es la segunda parte del mensaje del domingo del
Corpus. La eucaristía no es una presencia de Cristo para disfrutar
aisladamente, sino como Iglesia, y, mucho menos aún, para disfrutar con
indiferencia. Porque comulgar con Jesús exige compartir su modo de vivir. El
evangelista Lucas nos lo enseña con el evangelio que acabamos de escuchar: el
relato de la multiplicación de los panes. Aunque no se refiera directamente a
la Eucaristía, está en relación directa con esta.
La gente se agolpa alrededor de Jesús y a este le conmueve
ver tanto sufrimiento y necesidad en ellos. Les enseña con paciencia, les cura
de sus enfermedades, les libera de sus ataduras. Cuando llega la hora de comer,
los discípulos quieren quitarse el problema de encima: que les despida y vayan
a buscar de comer.
Pero Jesús no les deja permanecer ajenos al problema del
hambre de la gente; al contrario, les compromete: “Dadles vosotros de comer”.
Los apóstoles tienen que reunirles, hacer una comunidad de aquella masa
desperdigada y, cuando están reunidos, con lo poco que tiene cada uno se obra
un gran milagro: hay para todos y hasta de sobra.
¡Qué gran lección para nosotros! Sabemos que hay millones de
personas que mueren de hambre, pero, como los apóstoles, queremos eludir el
problema: Que les den otros de comer…
Muchos pocos harían mucho y, con muchos dispuestos a
compartir, nadie moriría de hambre en un mundo que produce lo necesario para
todos y hasta de sobra…
La Eucaristía lleva a la generosidad del compartir: aceptar y
recibir al Señor que se da como pan y vino para darnos vida, compromete a que
no falte el pan en la mesa de nadie. Las palabras de Jesucristo resuenan en
cada Misa: Yo soy el Pan de la Vida… dadles vosotros de comer.
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