EL AMOR DE DIOS HA SIDO DERRAMADO EN NUESTROS CORAZONES
COMENTARIO A LAS LECTURAS DE LA MISA
El domingo pasado celebramos Pentecostés, la fiesta que recuerda
la venida del Espíritu Santo sobre la Iglesia apostólica. Con este
acontecimiento culminábamos el ciclo de la Pascua: la promesa de Jesucristo se ha
cumplido y, desde el Padre al que ha vuelto, envía a sus discípulos el Espíritu
Defensor, el Espíritu de la verdad que nos guiará hasta la verdad plena.
Tiene mucho sentido que, solamente después de la Pascua,
celebremos este domingo de la Santísima Trinidad. Porque si podemos conocer y
afirmar algo sobre Dios, es lo que Dios mismo nos ha querido manifestar. Y la
manifestación plena de Dios es su Hijo Jesús. Por esto le llamamos también la
Palabra de Dios; una Palabra hecha carne humana, con rostro y palabras de
hombre, para que podamos conocerle y amarle.
En el Antiguo Testamento, cuando Moisés le pidió a Dios Yahvé
“déjame ver tu rostro”, este le contestó que sólo podía verle de espaldas,
porque ningún ser humano puede ver el rostro de Dios, es decir, verle tal cual
es.
Pero el Padre Dios, compadecido del extravío de los hombres,
de verles morir en angustia y oscuridad, en la desesperación de no saberse
amados ni salvados, ha enviado a su Hijo Unigénito hecho hombre, igual en todo
a nosotros, para que le conozcamos de verdad.
Y este Hijo, Jesús de Nazaret, nos ha hablado del Padre y nos
ha dicho como es realmente: es el padre del hijo pródigo, que no olvida nunca a
su hijo más perdido y alejado, que le sigue amando, que tiene entrañas de
misericordia como las de una madre, que prepara su Reino para cuantos viven el
mandamiento del amor, que es venerado y ensalzado solo cuando son cuidados los
más pobres y desfavorecidos…
Y este mismo Hijo, Jesús de Nazaret, nos ha hablado del
Espíritu Santo, diciéndonos que es el amor que une al Padre con el Hijo y que,
desde ellos, se infunde generosamente, “se derrama en nuestros corazones”, para
que sirva a los creyentes de defensa y de maestro interior que les recuerda el
evangelio, que les guía, que les defiende, que les ilumina hasta la verdad
plena…
Hablar de la Santísima Trinidad no es hablar de un misterio
complicadísimo, que solo entienden los teólogos expertos que se devanan los
sesos en cuestiones así. Es, más bien, hablar de Dios tal y como nos lo ha
contado el Hijo único de Dios, Jesucristo, que nos ha dicho que Él es uno con
el Padre y con el Espíritu Santo.
En este amor del Dios único y Trinidad hemos sido nosotros bautizados:
en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Hemos quedado unidos
para siempre a Dios Trinidad, y nuestra vida transcurre marcada por el signo de
la Trinidad, como expresamos cada vez que hacemos la señal de la cruz.
Hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios, que no es
una fuerza solitaria, extraña y alejada, sino que es familia y comunión, amor y
encuentro entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
Por eso necesitamos de la familia de la carne y de la familia de la Iglesia, necesitamos encontrarnos con otros, dialogar, compartir… y cuando nos falta todo esto, como sucedió en el confinamiento por la pandemia, sentimos que nos falta algo muy necesario para vivir.
En este domingo de la Santísima Trinidad celebramos la jornada de la Vida Contemplativa. Cuando tantos de nuestra sociedad se han convencido de que ya no necesitan conocer a Dios, y de que Dios no es necesario para sus vidas, los monjes y monjas contemplativos, que viven solo para Dios y son felices viviendo así, son un reclamo y una provocación permanentes.
Los contemplativos, como las religiosas que viven en los once
conventos de clausura de nuestra diócesis de León, nos recuerdan a todos que
Dios es lo primero y lo esencial de la vida, y que solamente la vida con Dios
es la vida plena, la que más merece la pena. No olvidemos su mensaje, ni
olvidemos que están siempre rezando por nosotros, que mantienen la lámpara de
la fe permanentemente encendida.
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