SE LLENARON TODOS DE ESPÍRITU SANTO
COMENTARIO A LAS LECTURAS DE LA MISA
Con este día solemne de Pentecostés culmina el ciclo de la
Pascua. El domingo pasado celebrábamos la Ascensión del Señor y decíamos
entonces: era necesario que los apóstoles vieran a Jesús ascender a los cielos,
volver al Padre, desaparecer de su mirada, para que pudieran entender que ahora
les tocaba a ellos comenzar la misión que les ha encomendado.
Como el niño al que le quitan los patines de la bicicleta
cuando aprende a pedalear, o el bebé al que le sueltan de la mano al comenzar a
andar solo… tienen que experimentar ese vacío para tomar en serio la
responsabilidad que les corresponde como Iglesia.
Pero Jesús no les deja solos, no nos deja solos: como tantas
veces ha prometido, desde el Padre envía el Espíritu Santo, al que llama
Espíritu de verdad y Espíritu defensor, abogado.
El relato de los Hechos de los apóstoles, que hemos escuchado
como primera lectura, nos dice que la venida del Espíritu sobre la comunidad
cristiana se produjo a los cincuenta días de la Pascua, diez días después de la
Ascensión de Jesús a los cielos, y que supuso el comienzo de la misión
universal de la Iglesia.
El evangelio de san Juan, que acabamos de escuchar, nos ha
narrado cómo el Resucitado ya sopla sobre ellos el Espíritu Santo la noche
misma de la Pascua.
No son relatos contradictorios, sino complementarios y, por
eso, la liturgia de este día nos los presenta unidos:
El evangelio nos subraya que el Espíritu Santo es un regalo
del Señor Resucitado y Él lo exhala porque es su aliento, porque está lleno del
Espíritu. Lo sopla sobre sus discípulos para que puedan cumplir su misión de
reconciliar, de llevar paz a los que están divididos y como muertos por el
pecado. Y para ello les envía, igual que Él fue enviado un día por el Padre y,
lleno del Espíritu Santo, pasó por el mundo haciendo el bien a todos.
El libro de los Hechos nos dice que es gracias al Espíritu
como puede existir la Iglesia. El viento y el fuego, que aparecen en aquella
sala, son símbolos de su presencia y acción: los que hasta entonces eran solo
discípulos se convierten en testigos. Empezaron a hablar todas las lenguas
necesarias para anunciar las grandezas de Dios a aquellos extranjeros que
habían llegado a Jerusalén para celebrar la fiesta judía.
No se trata tanto de una manifestación extraña como de una
capacitación para la misión: por fin, gracias al Espíritu, aquellos sencillos
galileos van a poder anunciar la Buena Noticia hasta los confines de la tierra
como Jesús les pidió.
Sin el Espíritu Santo no existe la Iglesia de Jesucristo. Más
aún, no es posible ni reconocer a Jesús como el Cristo si no es gracias al
Espíritu Santo. Es él quien hace una unidad, una familia, de los que somos tan
diferentes. Es el Espíritu el que hace que los diferentes carismas, cualidades,
dones, los podamos poner al servicio del bien común, que podamos construir una
comunidad cristiana entre todos dispuesta a la misión.
Todos los que estamos aquí hemos recibido el Espíritu Santo
desde el día de nuestro bautismo y de nuestra confirmación. Está en nosotros y
actúa en nuestras vidas, aunque, tantas veces, no lo tengamos ni siquiera
presente.
Pero, además, el Señor lo sigue enviando abundantemente sobre
nosotros siempre que se lo pedimos para el bien de todos. Hoy es un día para
agradecer a Dios el regalo del Espíritu, para invocarlo, tenerlo presente y
caer en la cuenta de lo importante que es en nuestra vida de fe, personal y comunitaria.
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