miércoles, 27 de octubre de 2021

DOMINGO XXXI (ciclo B)

 


COMENTARIO A LAS LECTURAS DE LA MISA

En el evangelio son siempre muy importantes los encuentros. Jesús no vive encerrado entre los muros de un templo o de una escuela de la Ley, como hacían muchos maestros religiosos de su época, esperando a que lleguen nuevos discípulos. Él lleva una vida itinerante con sus compañeros de camino, sin residencia fija, yendo allí a donde el Espíritu le lleve, sin tener ni siquiera donde reclinar la cabeza. Y, por el camino de una aldea a otra, se va dejando encontrar por personas de lo más variado: el joven rico y perfeccionista, el mendigo ciego Bartimeo, un leproso o, como en el pasaje de este domingo, todo un doctor en la ley hebrea: un escriba.

El escriba israelita era el experto en las Sagradas Escrituras, el especialista en la Biblia al que la gente reconocía como una autoridad al que consultar para que emitiera un juicio sobre cuestiones religiosas y legales. Este, a diferencia de otros, se acerca a Jesús de buena fe; ha oído la enseñanza del Maestro y comprende que habla sin doblez, con una enseñanza nueva, fresca, que no puede venir sino de Dios. Su pregunta nos puede resultar incluso extraña, porque, ¿Cómo es posible que una hombre sabio y piadoso no supiera cuál es el primer mandamiento de la Ley de Dios?

Jesús, en cambio, no encontró en ella nada de sorprendente, ni, menos aún, se la tomó a mal. En aquel tiempo, a diferencia de ahora, los hombres estaban realmente preocupados por cumplir la voluntad de Dios con exactitud en su vida pública y privada. Y conocerla y cumplirla no era tan fácil, porque se había ido complicando con centenares de normas que parecían tener todas idéntico valor. Por eso la pregunta de aquel doctor de la Ley es bienintencionada: Maestro tú que enseñas la verdad de Dios y no la sabiduría de los hombres, muéstrame cómo conocer su voluntad.

La respuesta de Jesús fue repetir el mandamiento principal de la Ley: “Escucha Israel, el Señor tu Dios es el único Señor. Lo amarás con todo tu corazón”. Estas palabras primeras de la Ley son tan importantes para los hebreos que se las anudan en la frente y en las muñecas cuando rezan, en las llamadas filacterias. También las ponen en las jambas de las puertas, en unas cajitas que tocan al entrar o salir de casa.

¿Por qué? Porque es lo esencial y lo primero a cumplir. Tener a Dios como único Señor de nuestras vidas no nos convierte en esclavos, sino en libres. Libres frente a los ídolos del poder, del tener y del placer que, si les dejamos, nos dominan por completo.

Amar a Dios con todo el corazón significa reconocer que mi vida le pertenece, que está en sus manos y que puedo vivir con la confianza puesta en que no me dejará durante esta vida y que me espera en la vida futura, en la que me acogerá en su amor de Padre y Madre.

Pero la novedad de la enseñanza de Jesús está en que a ese primer mandamiento une inseparablemente este otro: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Y dice que no hay mandamiento mayor que estos”. Jesús enseña así que el amor a Dios solo es verdadero si se comprueba en el amor al prójimo. Si no, puede que sea fantasía, ideología o falsa religiosidad; porque quien no ama al prójimo al que ve ¿cómo puede amar a Dios al que no ve?

Para mí, que soy discípulo de Jesús, el prójimo es presencia de Dios, es su imagen y su semejanza, especialmente si está necesitado. Y quien es mi prójimo ya lo sabemos porque también nos lo enseñó Cristo: no es solamente, como decían en tiempos de Jesús, el que pertenece a mi pueblo, el semejante a mí. Mi prójimo, como para Jesús, es todo aquel que encuentro en el camino de la vida: puede ser el ciego Bartimeo en el que nadie repara, como escuchábamos el domingo pasado, el desechado, el que me resulta incómodo… incluso aquel que no me quiere.

Pero para amar así a los demás, sin distinciones ni límites, es necesario estar muy cerca del amor de Dios, tenerlo dentro, porque desborda las capacidades humanas de amar. Por eso Jesús enseña que se trata de un doble amor que se necesita el uno al otro y es un doble mandamiento del que no puede separarse una parte de la otra.

Le pedimos al Señor en este domingo acoger la Palabra que nos da como luz para nuestro camino cotidiano. Le pedimos, especialmente, no olvidar nunca qué es lo esencial, qué es lo verdaderamente importante a cumplir. Y que en su amor, que recibimos y nutrimos en esta celebración, encontremos la fortaleza para amar a nuestro prójimo, como Él nos enseña, sin distinción.

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