Hoy celebramos en todas las
parroquias el domingo de las misiones, llamado domingo del Domund. La celebración de esta jornada no
se reduce a hacer una cuestación económica en favor de nuestros misioneros,
aunque también es necesario e importante colaborar con su impresionante labor
entre los más pobres.
Pero se busca otra finalidad aún más
importante: volver a poner ante nosotros la realidad misionera de nuestra
Iglesia y recordarnos que, por el bautismo, somos elegidos y enviados, somos
testigos misioneros.
Vamos a relacionar este motivo con
las lecturas de la Palabra de Dios que se nos acaban de proclamar.
En un momento amargo de destierro y
dispersión, el profeta Jeremías, al que hemos escuchado en la primera lectura, da
esperanza al pueblo con la palabra que pronuncia en el nombre de Dios. El
pueblo ahora disgregado y disperso, hoy diríamos hundido y deprimido, será
congregado de nuevo por el brazo de Dios. Será Dios el que traerá la salvación
para su pueblo sin excepción alguna.
De la misma manera que Dios es el que
toma la iniciativa con su pueblo de Israel, la sigue tomando ahora con
nosotros. El clamor de los pobres, que muchas veces deberíamos llamar mejor "empobrecidos" por la codicia y la rapiña, de la que todos somos algo responsables,
no es indiferente para Dios.
Durante este tiempo de la pandemia,
hemos estado todos muy preocupados por nuestra salud y la de los nuestros;
diariamente hemos estado informados, casi al minuto, sobre la situación de nuestro
entorno. Pero... ¿y qué pasa con el resto del mundo?
¿Qué ha pasado con aquellos de los
que nadie habla, que parece que no preocupan a nadie? En este Domingo Misionero
traemos a la mente y a la oración a todos los misioneros y misioneras que han
estado entre los más pobres también en este tiempo de pandemia, aún a riesgo de
exponer sus vidas y su seguridad. Han compartido con ellos, como antes ya lo
hacían, el confinamiento, las privaciones, el hambre, la falta de vacunas y de
material sanitario.
Estos misioneros han sido presencia de
Dios entre los últimos, entre los descartados, como les llama el Papa Francisco. Lo
que Dios anunció que haría por el profeta -“Los guiaré entre consuelos, seré un
padre para Israel”- es lo que intentan hacer los misioneros y misioneras: ser
presencia consoladora, como padres y madres de los pobres.
¿Por qué lo hacen? Cuando dan
testimonio, los misioneros siempre dicen lo mismo: no somos super-heroes ni
gente hecha de una pasta especial. Lo que hacemos, lo hacemos movidos por nuestra fe
en Jesús. Han descubierto que aquello que dice el Evangelio -“tuve hambre y me
disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, estuve desnudo y me
vestisteis, enfermo y me visitasteis”- debe ser vivido también hoy.
En el evangelio hemos escuchado la
curación del ciego Bartimeo. Bartimeo está ciego e imposibilitado de moverse
por sí mismo. Depende de la bondad de alguien con tiempo y ganas de acompañarle
para cambiar de lugar o buscar un sitio confortable. Y en estas estaría cuando
sintió el revuelo que acompañaba a Jesús donde iba. No sabremos nunca que
información le llegó o que información tenía, pero fue la suficiente como para
dar el grito que le cambiaría la vida: “Hijo de David, Jesús, ten compasión de
mí”.
Para los demás, incluidos los
apóstoles, aquel ciego no era más que un estorbo, alguien ante el que la mirada
se desvía para que no incomode. Pero para Jesús no es así. Jesús le llama, se
interesa por él: “¿Qué quieres que haga por ti?”. Es la primera vez en la vida
de aquella persona tan sufriente que aparece alguien que le mira, que le
pregunta, que se para, que no le ve como una molestia a evitar. Y trae consuelo
y visión, sanación a su pobre existencia. Y la fe, esa confianza que le lleva a
saltar hacia Jesús aún sin ver, le salvan.
Termina el pasaje evangélico diciendo
que “recobró la vista y lo seguía por el camino”. Se convierte en testigo que lleva a otros a
Jesús, para ser también, como él, curados de sus cegueras de los ojos o del corazón.
Porque, pensándolo bien, Bartimeo no
era el único ciego. Él era ciego de los ojos de la cara, y los que iban por el
camino eran ciegos de los ojos del corazón, endurecido para ver las necesidades
ajenas y el sufrimiento de otros.
Le pedimos a Jesús que nos libere de la ceguera de pensar solo en lo nuestro o en los nuestros, de tener una mirada más amplia, para que, como a los misioneros, nos importe también lo que ocurre más allá de nuestra casa.
¿Cuál es el gesto concreto que voy a hacer para vivir
esta dimensión misionera? Quizá solo sea hacer mejor las cosas que hago a
diario, solucionar ese problema que tengo con esa persona, comprometerme un
poco más en esa misión que estoy realizando: estudios, trabajo, proyectos,
familia.
Rezamos hoy por todos los misioneros y, de forma especial por los de nuestra diócesis, pedimos para que el Señor siga
fortaleciendo su trabajo, que las dificultades no hagan que decaiga su espíritu
evangelizador, que se muestren fuertes ante ellas y nosotros demostremos nuestra
generosidad aportando lo que podamos en la colecta por las misiones.
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