COMENTARIO A LAS LECTURAS DE LA MISA
Un domingo más, si la acogemos con una escucha atenta y con una
mente y un corazón abiertos, la Palabra de Dios nos enseña las actitudes y
valores esenciales de la vida, y nos interroga acerca de si vivimos
verdaderamente, y no desde la superficialidad, las bienaventuranzas del
Evangelio.
En la escena evangélica que se nos ha narrado, nos dicen que
Jesús estaba sentado en un lugar del templo de
Jerusalén desde el que podía observar cómo se acercaban los fieles a echar sus
donativos. Observaba a los ricos, que echaban mucho dinero en el cepillo del
templo; pero no lo hacían por una mayor devoción, sino que echaban mucho porque
les sobraba mucho.
También observaba cómo a
los escribas, autoridades religiosas de su tiempo, les encantaba aparentar,
llamar la atención, ser los primeros y ocupar los puestos de honor, y les
encantaba, igualmente, hacer ostentación de sus largos rezos, al tiempo que se
aprovechaban de su status religioso para quitarles bienes a los más pobres.
La balanza de Dios es totalmente diferente a las balanzas
humanas. Para Dios no cuenta la cantidad, los méritos, la fama, las alabanzas,
porque ve hasta lo más profundo de las personas y conoce las motivaciones que
llevan a realizar tal o cual cosa. Nosotros vemos los actos y juzgamos en base
a ellos, pero Dios ve, además, las intenciones reales que se quedan en la mente
y en el corazón. Así de profunda es la mirada de Jesús.
Al lado de aquellas ofrendas abundantes, las dos moneditas que
puede dar una pobre viuda al cepillo del templo, no significaban nada. Pero la
mirada de Jesús es la mirada profunda de Dios y, por ello, ve que tienen un
valor superior a todas las otras: aquella mujer no ha dado de lo que la
sobraba, sino lo que tenía para vivir. Así que no ha dado simplemente algo,
sino que se ha dado a si misma: movida por una fe, que es confianza y un
abandono total en Dios, ha entregado su vida entera; echa su posibilidad de
vivir.
Dos actitudes completamente opuestas: la primera, que Jesús
critica con dureza, es la de los acaudalados y la de los escribas: una actitud
religiosa de pura fachada. Dan para ser vistos y orando se hacen pasar por
hombres muy religiosos solo para ser admirados.
Pero, ¿lo hacen para gloria de Dios o para gloria suya? Parece
evidente que para gloria suya y, por ello, aunque hagan cosas muy buenas, no
tienen valor alguno ante Dios, que conoce las actitudes últimas.
La segunda actitud, la verdaderamente valiosa, es la de la viuda
pobre del evangelio que, como aquella viuda de Sarepta que acogió al profeta
Elías en la primera lectura, dan todo, se dan por completo, y no lo hacen para
ser vistas, sino por fe y por amor desinteresado.
Las actitudes son más importantes que lo material de los actos.
Si hago el bien, si cumplo un servicio, con el fin de ser reconocido como bueno
y generoso, si exijo que se me reconozca lo mucho que hago y lo mucho que
valgo, o que me premien devolviéndome el bien, no uso la lógica del amor
verdadero, que es dar sin esperar nada. Si obro para gloria de Dios y para bien
del prójimo, en hacer el bien ya debo encontrar la mejor recompensa. Jesús nos
dijo “Que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha” y sed generosos y
misericordiosos para imitar a vuestro Padre Dios, que lo es con todos por
igual.
La Palabra de Dios de este domingo nos interroga: ¿Cuáles son
mis verdaderas motivaciones para hacer las cosas? ¿Las hago para gloria de Dios
y bien del prójimo, aunque no lo sepa nadie ni haya quien me lo reconozca o me
lo premie? ¿O exijo todo esto para hacer el bien y me frustro si no lo tengo?
El mejor modelo para aprender a amar sin reservas ni medidas,
desinteresadamente y hasta el final, es el mismo Jesucristo, nuestro Señor. El,
como hemos escuchado en la segunda lectura, no sacrificó algo externo, sino que
se dio en sacrificio a sí mismo, de una vez para siempre, para alcanzarnos el
perdón y la reconciliación. Aprendamos de Él no solamente a dar con generosidad
y desinteresadamente, sino a darnos, que es aún más valioso.
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