COMENTARIO A LAS LECTURAS DE LA MISA
Después de haber celebrado dos solemnidades tan importantes
en los últimos domingos como son la Santísima Trinidad y el Corpus Christi,
volvemos a retomar los domingos del tiempo ordinario.
Escuchando con atención las lecturas de hoy, encontramos una
semejanza entre la primera lectura y el evangelio: imágenes tomadas de la
naturaleza para hablar acerca de la acción de Dios.
La parábola de Ezequiel, en la primera lectura, poniendo el
ejemplo de la rama tierna que Dios escogerá de la copa del alto cedro y que el
mismo Señor plantará con su mano en la cumbre de un monte elevado, anuncia la
restauración del pueblo de Israel después de la destrucción de la Ciudad Santa
y de su templo. Efectivamente, tal y como es prometido, el pueblo de Israel,
Jerusalén y el templo del Señor fueron reconstruidos.
La parábola de la rama tierna destaca que la reconstrucción
del pueblo es, ante todo, obra divina, como lo fue la fundación de Israel a
partir de las doce tribus dispersas. Esta parábola, de carácter vegetal,
conecta con la parábola de la mostaza que emplea Jesús, cuya semilla era
considerada la más pequeña de las de su clase, en contraste con el arbusto de 3
o 4 metros a que daba lugar, hasta el punto de poder dar cobijo a los pájaros.
Jesús solía hablar a la gente sencilla en parábolas para
exponerles sus enseñanzas de forma asequible; otra cosa es que siempre lograra
que lo entendieran. Hoy el evangelio de Marcos, propone dos parábolas del Reino
de Dios, que es la gran pasión de Jesús, pues éste era también el proyecto del
Padre, para el que Jesús había venido al mundo y al que consagró su actividad
apostólica e incluso entregó su vida.
¿Qué quiere enseñarnos Jesús sobre el Reino de Dios con estas
dos parábolas?
Con la de la siembra que crece sola, sin intervención del
hombre, nos enseña que el Reino de Dios es, ante todo, obra de Dios. En efecto,
una vez depositada la semilla en la tierra, crece por su fuerza vital interna,
sin necesidad de la atención constante del agricultor ya sea que éste duerma o
vele. De tal forma que, “cuando la hora llegue, el Reino de Dios vendrá con
seguridad absoluta. Su venida es sólo cosa de Dios”.
Con la parábola del grano de mostaza, la intención recae en
persuadirnos de que el Reino de Dios está llamado a extenderse por toda la
tierra, incluso del universo, a pesar de la pequeñez de su comienzo, de las
trabas, las persecuciones y los retrocesos. Los imperios y las civilizaciones
–como obras humanas- alcanzan su apogeo y luego decaen; pero la obra de Dios
perdurará por los siglos sin fin.
A pesar de la infidelidad de Israel a su Dios y de su
hundimiento como pueblo, de la destrucción del templo y de la extinción de la
dinastía davídica, el retoño plantado nunca pereció y ha brotado ya con toda
fortaleza en Jesús, descendiente de David. El cristianismo aportó a la religión
judía el sentido de universalidad. Con sus luces y sus sombras, arraigó en
Occidente y luego se extendió por toda la tierra. Mientras parece agostarse en
nuestra tierra, sofocado por el descreimiento que nos rodea, la fe cristiana
brota con fuerza en otros pueblos de la tierra, a veces en condiciones my duras
de persecución.
La fuerza del Espíritu de Dios es incontenible. Parecería que
el empuje de la fe se va apagando, pero se reinventa y empuja en formas nuevas.
Se echa de ver que la obra del Reino de Dios es propiamente
suya, pues es de una calidad sobrehumana, divina. Pero eso no significa que los
cristianos debamos esperar de brazos cruzados a ver cómo trabaja el Espíritu
del Señor pues entonces no nos habría enviado el Maestro a hacer discípulos de
todos los pueblos. Dios, que nos ha redimido y santificado sin nosotros, no nos
salvará sin nosotros.
En esta obra de cooperar al desarrollo y expansión del Reino
de Dios, estamos llamados a trabajar todos los cristianos, colaborando con los
hombres de buena voluntad. Aportando cada uno nuestro granito de arena por
pequeño que sea, pues es Dios quien le da su verdadera dimensión; sin temor a
que nuestra contribución se pierda, pues nada se le despista a Dios; seguros de
que el Reino de Dios se establecerá, y gozosos de que también nosotros habremos
contribuido a establecerlo.
La patria definitiva del hombre se encuentra en la comunión
con Dios sin velos ni incertidumbres, sino a cara descubierta. Para merecer la
visión clara, es preciso vivir agradando al Señor y trabajando porque su Reino
se abra paso.
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