COMENTARIO A LAS LECTURAS DE LA MISA
El domingo pasado, quizás lo
recordamos, Jesús nos dijo de si mismo: Yo soy el Buen Pastor. Y ese buen
pastor, el mejor de todos, tiene dos rasgos fundamentales: nos conoce y da la
vida por nosotros.
Hoy en el evangelio, Jesús vuelve
a presentarse con una imagen hermosa: Yo soy la vid.
Para el pueblo israelita, como
para nuestra cultura mediterránea, la vid es una planta muy importante, y el
vino que produce es uno de los alimentos más esenciales. El vino es signo de
bendición, alegra el corazón, da fuerzas, construye unidad cuando se comparte
con alegría y responsabilidad. Por eso en la Pascua hebrea se emplea la copa
del vino como señal de la alianza con Dios y por eso Jesús emplea el cáliz
colmado de vino para la Nueva Alianza de amor en la Eucaristía.
Jesús dice de sí mismo: Yo soy la
vid. La vid es una planta generosa, que no tiene espinas para herir, que
soporta el calor y la sequía, que emplea todas sus energías aún en las tierras
más duras para dar vida abundante en forma de uvas generosas con las que
alimentar al viñador y permitirle hacer su vino. La vid se da por completo como
Jesús, sin reservarse nada, sólo quiere dar vida a los demás: curar al enfermo,
perdonar a los pecadores, animar a los que están caídos, sostener a los
tristes…. Vive para los demás olvidado de sí, igual que una planta de vid, y
también se hace alimento y bebida con su Cuerpo y Sangre en la Eucaristía.
Por eso es una imagen muy fuerte
y muy clara la que emplea el Señor.
Todos queremos que nuestra vida
sea provechosa, que sea fecunda, pasar haciendo el bien a los que nos rodean,
dejando una huella de bondad, de amor, que quede después de nosotros. En
definitiva, queremos pasar por la vida dejando el rastro de Cristo,
construyendo el Reinado de Dios, haciendo de este mundo un lugar mejor, más
justo, más bello, más verdadero.
Pues Jesucristo nos da la clave
con este evangelio: “Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; el que permanece
en mí y yo en él, ese da fruto abundante; porque sin mí no podéis hacer nada”.
No se puede tener esa vida divina que nos sostiene en nosotros si no es
permaneciendo unidos a él. Si no estamos unidos de verdad, sólo con nuestras
fuerzas, nos resulta imposible amar al enemigo, perdonar las ofensas,
compartir, ocuparnos de los demás, dar sin esperar recompensa… vivir el
Evangelio de verdad es imposible si no estamos como los sarmientos unidos a
Jesús la vid.
Y el Padre, que es el labrador,
es el que se ocupa de cuidar que nuestro crecimiento unidos a la vid verdadera
sea real; si no estamos unidos a Él somos arrancados porque no tenemos ya vida,
pero, a veces nos poda, por medio de las circunstancias que vivimos, para que
nuestra unión sea más auténtica. Hay ocasiones en las que una circunstancia que
nos parecía un disgusto, un revés, que nos descoloca, en el fondo nos termina
viniendo bien, nos lleva a reajustar nuestras prioridades en la vida, qué
importa de verdad y qué no importa.
Podemos pensar todos, así de
primeras, en esta situación de pandemia que llevamos un año largo viviendo.
Evidentemente que nos ha complicado mucho a todos la vida, que nos ha
trastornado y lo sigue haciendo. Pero, ¿no habrá sido también una poda, un
reclamo para repensar muchas cosas que dábamos por seguras y no lo eran
realmente?
Si creemos desde la fe que Dios,
en su providencia, sabe sacar bienes de los males, entonces podemos pensar que
este tiempo es también un tiempo de gracias y que, aunque nos resulten
dolorosos tantos cambios, es la poda del labrador, no para que nos sequemos,
sino para dar más y mejores frutos.
Entonces, ¿qué hacer para estar
cada vez más unidos a la Vid de Jesucristo y poder así tener su savia de vida
con la que se dan los mejores frutos?
Lo primero que nos pide Dios, y
nos lo ha dicho la segunda lectura es que creamos en su Jesucristo, y que nos
amemos unos a otros, tal como nos lo mandó.
Que guardemos sus mandamientos,
aunque nos cueste, porque Quien guarda sus mandamientos permanece en Dios, y
Dios en él;
Tenemos como ayudas la Palabra de
Dios, el encuentro con la comunidad, los sacramentos y, de un modo especial, la
Eucaristía, en la que realmente no solo nos unimos al Señor, sino que él mismo
entra dentro de nosotros, le asumimos, le comemos.
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