sábado, 8 de mayo de 2021

DOMINGO VI DE PASCUA (ciclo B)

 


COMENTARIO A LAS LECTURAS DE LA MISA

    El libro de los Hechos de los Apóstoles que estamos leyendo como primera lectura en estos domingos de Pascua, nos narra en la lectura de hoy cómo aquella iglesia de los primeros tiempos tuvo que afrontar problemas: no solamente las persecuciones de los de fuera, sino también tuvo que resolver conflictos internos.
    Especialmente tuvieron que discernir una cuestión que marcaría el futuro de la fe cristiana: Decidir si el evangelio de Jesús era solo para los judíos o también para los que no lo eran, es decir, para los llamados gentiles.
    O mejor dicho, si a los que abrazaban la fe cristiana que no eran judíos antes, había que obligarlos a aceptar las leyes fundamentales del judaísmo. Esto, que a nosotros nos puede parecer un tema menor, pues tenemos claro que el Evangelio de Jesús es universal, fue para la primera Iglesia, una cuestión muy importante, incluso causa de divisiones.
    Había dos visiones distintas enfrentadas: la primera, representada por Pedro y Santiago, figuras de mucho peso en las primeras comunidades, creía que los gentiles debían asumir también las leyes judías. La segunda, representada por Pablo y Bernabé, apóstoles después de la partida de Jesús, que defendían que lo que había que aceptar era únicamente el evangelio de Jesús, pero para nada los preceptos judíos. Reunidos en Jerusalén, y guiados por el Espíritu Santo, después de escuchar a todos, se decidió, como no podía ser de otra manera, que la Buena Noticia de Jesús no entiende ni de fronteras, ni de color, ni de lengua, ni de posición social; es una noticia con valor de universalidad y todos están llamados a la salvación.
    San Pedro se pregunta: ¿se puede negar el agua del bautismo a los que han recibido el Espíritu Santo igual que nosotros aunque no sean judíos? Y respondiendo claramente que no, bautiza sin problema a los que se habían convertido aquel día, vinieran de la nación que fuera. Los nacidos a la fe en Jesús no vendrán ya sólo de Israel, sino que se ha formado un nuevo Pueblo de Dios de procedencia universal, católico, que significa universal.
    La única condición para ser discípulo de Jesús, entonces y ahora, es la de aceptar su mensaje, su evangelio, e intentar llevarlo a la práctica en nuestra vida; no hay ninguna otra condición que venga de las culturas y de las costumbres particulares de cada pueblo. Nosotros formamos parte de este nuevo Pueblo de Dios porque hemos nacido a él por el sacramento del bautismo; el tiempo de Pascua es muy adecuado para agradecer a Dios y a la Iglesia el tesoro maravilloso de ser bautizados y para comprometernos a vivir nuestro bautismo, que nos pide ser sus testigos.

    Podemos conectar esta lectura con el evangelio: hay formas de pensar, hay espiritualidades, sensibilidades, que son diferentes entre las personas y los grupos que formamos la Iglesia católica; es legítimo y bueno que así sea, porque la diversidad es una riqueza fruto del Espíritu Santo. Lo esencial es que permanezcamos unidos en torno a lo más importante. Y, ¿Qué es lo más importante? Nos responde el Señor hoy: «Como el Padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor.
Este evangelio que escuchamos continúa el del domingo pasado: “Yo soy la vid verdadera, mi Padre es el labrador y vosotros sois los sarmientos”.
    El fundamento del mandamiento central del amor cristiano no está en que yo haya descubierto lo importante que es amar, cosa que puede hacer también alguien que no sea creyente, sino que está en que Dios me amó primero.
    Si el fundamento del amor cristiano estuviera sólo en mí, tendría muy fácil justificar mis faltas, cuando la persona a la que tengo que amar no se merece mi amor, por sus fallos continuos, por sus errores, o porque deja de caerme bien; pero como el fundamento está en Dios, está en Jesús que demostró su amor dando la vida por los que lo mataban, a mí no me quedan razones para excusar mis faltas de amor incluso a los que creo que no se lo merecen.
    En la recta final del tiempo de Pascua, la liturgia nos propone estos textos de San Juan, que nos hacen pensar en el discurso de la última cena, el testamento de Jesús, sus palabras más importantes.
    La medida de ese amor es la de Jesús, la de la exigencia máxima, la de la entrega total por los que se ama. Siempre quedaremos cortos ante esta medida del amor, pero cuando nos cueste, porque a veces cuesta, ¡y mucho!, recordemos estas palabras de san Juan: “En esto consiste el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos ha entregado a su Hijo”.
    Le pedimos al Señor que nos ayude a interiorizar estos mensajes que son lo esencial de la fe cristiana, a hacerlos nuestros, que no se queden en meras reflexiones teóricas, sino que intentemos hacerlos realidad en nuestra vida.
    Se lo pedimos al Señor, y lo hacemos especialmente por nosotros, por los que estamos aquí, al tiempo que recordamos a los enfermos y a todos los que sufren, en este domingo en que celebramos la Pascua del Enfermo.
 

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