Y AL VERLO LO ADORARON
COMENTARIO A LAS LECTURAS DE LA MISAEsperando una luz
nueva
Damos por descontado que la luz nos envuelve desde que
amanece hasta que anochece; damos por descontado que cada jornada traerá su propia
luz, que nunca nos faltará, y que si damos al interruptor la estancia más
oscura siempre se iluminará. Somos seres que necesitan de la luz para
sobrevivir, igual que necesitamos del alimento y del aire.
Pero, ¿Qué supondría necesitar de la luz y no tenerla? ¡Qué
angustia tan profunda la de quedarse completamente a oscuras y no poder
disfrutar de lo que nos rodea o no advertir de los peligros que nos acechan
porque no tenemos luz!
El profeta Isaías se dirige, en la primera lectura, a un
pueblo devastado, sin esperanza ni tierra, que sólo percibe oscuridad a su
alrededor. ¿Qué les anuncia? El amanecer de una nueva luz, una aurora
luminosa que vencerá las tinieblas que cubren la tierra y la oscuridad que
ciega a los pueblos.
Es una forma poética, y muy hermosa, de hablar. Ese amanecer
será el de Dios: “sobre ti amanecerá el Señor, su gloria aparecerá sobre ti”.
Cuando uno está agobiado por la experiencia de una noche interminable, lo que
más desea es que amanezca: como el enfermo grave postrado en su lecho, al que
las noches se le hacen eternas, como el encarcelado en su celda, como el
abandonado o el despreciado. ¡Hay tantas experiencias de noches oscuras e interminables
que claman por un amanecer luminoso!
Aquellos misteriosos magos del Oriente, quizás magos y
astrólogos persas conocedores de las estrellas y de las sagradas escrituras de
Israel, se ponen en camino guiados por la luz de una estrella. Representan a
todas las naciones de la tierra, a todos los hombres y mujeres que necesitan
salir de la oscuridad y se dejan guiar por los destellos de la luz, por las pequeñas
o grandes luces que Dios pone en sus vidas.
La estrella, que tantas veces hemos representado en el
portal de Belén de nuestras casas, se va a posar sobre un lugar de una humildad
y una pobreza extremas: un lugar de animales, un refugio para viajeros y mendigos…
¿Qué luz puede haber ahí? Pues sí, justo ahí es donde descubren ellos la luz
más brillante, la que no encontraron en el palacio de Herodes, con todos sus
lujos y sus antorchas encendidas.
Es la luz de Dios, la única que puede vencer realmente la
oscuridad del pecado y de la muerte. Esa es una luz que no da intermitencias,
ahora sí, ahora no, y que ni ciega ni deslumbra. Una luz muy humana, que se hace
cálida, a nuestra medida, en un recién nacido que necesita ser acogido porque
vive la experiencia tan humana de la necesidad y el desvalimiento.
Si nos dejamos iluminar por esta luz del Emmanuel, nuestra
experiencia de la Navidad merecerá la pena. Si, por el contrario, buscamos en
la Navidad las luces cegadoras del consumo, de la alegría sin un motivo
profundo, o de la superficialidad, terminaremos cegados y perdidos.
La gran noticia, la que de verdad merece todo júbilo y
celebración es que nos ha sido revelado que ya somos “coherederos, miembros del
mismo cuerpo y partícipes de la promesa en Jesucristo, por el Evangelio”.
Atrevámonos a salir de nuestras oscuridades apáticas y
tristes, a dejarnos guiar por la fe al encuentro de quien es la Luz de toda luz
y, como hicieron los magos del Oriente, hincar la rodilla ante Él para adorarle
y reconocerle como el único Señor y Salvador.
Esperando una luz nueva
Damos por descontado que la luz nos envuelve desde que amanece hasta que anochece; damos por descontado que cada jornada traerá su propia luz, que nunca nos faltará, y que si damos al interruptor la estancia más oscura siempre se iluminará. Somos seres que necesitan de la luz para sobrevivir, igual que necesitamos del alimento y del aire.
Pero, ¿Qué supondría necesitar de la luz y no tenerla? ¡Qué
angustia tan profunda la de quedarse completamente a oscuras y no poder
disfrutar de lo que nos rodea o no advertir de los peligros que nos acechan
porque no tenemos luz!
El profeta Isaías se dirige, en la primera lectura, a un
pueblo devastado, sin esperanza ni tierra, que sólo percibe oscuridad a su
alrededor. ¿Qué les anuncia? El amanecer de una nueva luz, una aurora
luminosa que vencerá las tinieblas que cubren la tierra y la oscuridad que
ciega a los pueblos.
Es una forma poética, y muy hermosa, de hablar. Ese amanecer será el de Dios: “sobre ti amanecerá el Señor, su gloria aparecerá sobre ti”. Cuando uno está agobiado por la experiencia de una noche interminable, lo que más desea es que amanezca: como el enfermo grave postrado en su lecho, al que las noches se le hacen eternas, como el encarcelado en su celda, como el abandonado o el despreciado. ¡Hay tantas experiencias de noches oscuras e interminables que claman por un amanecer luminoso!
Aquellos misteriosos magos del Oriente, quizás magos y
astrólogos persas conocedores de las estrellas y de las sagradas escrituras de
Israel, se ponen en camino guiados por la luz de una estrella. Representan a
todas las naciones de la tierra, a todos los hombres y mujeres que necesitan
salir de la oscuridad y se dejan guiar por los destellos de la luz, por las pequeñas
o grandes luces que Dios pone en sus vidas.
La estrella, que tantas veces hemos representado en el
portal de Belén de nuestras casas, se va a posar sobre un lugar de una humildad
y una pobreza extremas: un lugar de animales, un refugio para viajeros y mendigos…
¿Qué luz puede haber ahí? Pues sí, justo ahí es donde descubren ellos la luz
más brillante, la que no encontraron en el palacio de Herodes, con todos sus
lujos y sus antorchas encendidas.
Es la luz de Dios, la única que puede vencer realmente la
oscuridad del pecado y de la muerte. Esa es una luz que no da intermitencias,
ahora sí, ahora no, y que ni ciega ni deslumbra. Una luz muy humana, que se hace
cálida, a nuestra medida, en un recién nacido que necesita ser acogido porque
vive la experiencia tan humana de la necesidad y el desvalimiento.
Si nos dejamos iluminar por esta luz del Emmanuel, nuestra
experiencia de la Navidad merecerá la pena. Si, por el contrario, buscamos en
la Navidad las luces cegadoras del consumo, de la alegría sin un motivo
profundo, o de la superficialidad, terminaremos cegados y perdidos.
La gran noticia, la que de verdad merece todo júbilo y
celebración es que nos ha sido revelado que ya somos “coherederos, miembros del
mismo cuerpo y partícipes de la promesa en Jesucristo, por el Evangelio”.
Atrevámonos a salir de nuestras oscuridades apáticas y
tristes, a dejarnos guiar por la fe al encuentro de quien es la Luz de toda luz
y, como hicieron los magos del Oriente, hincar la rodilla ante Él para adorarle
y reconocerle como el único Señor y Salvador.
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