TÚ ERES MI HIJO EL AMADO, EL PREDILECTO
COMENTARIO A LAS LECTURAS DE LA MISA
Con esta solemnidad del Bautismo del Señor concluimos el
ciclo de la Navidad. Se puede decir que esta es una tercera epifanía o
manifestación: la primera fue a los pastores de Belén, que son los pobres del
pueblo escogido, la segunda a los Magos del Oriente, que son los pueblos paganos
con su sabiduría y su búsqueda de Dios. Y esta, la tercera, es a la humanidad
entera, porque el Padre Dios proclama a Jesús como su Hijo amado y predilecto y
lo unge con el Espíritu Santo.
Antes de esta escena del bautismo no ha pasado nada especial
en la vida de Jesús, el “Verbo hecho carne” como le llamamos en la Navidad. Sus
casi treinta años de vida oculta en la aldea insignificante de Nazaret siempre
serán un misterio que nos sobrecoge y desafía nuestro entendimiento.
Dios hecho hombre, la Palabra encarnada, la segunda persona
de la Santísima Trinidad humanada, pasa décadas en la sencillez de una vida de
trabajador manual, de judío anónimo sujeto a las leyes religiosas y civiles. Es
parte del abajamiento de Dios, que quiso que su Hijo fuese igual en todo a
nosotros, excepto en el pecado.
Es una vida oculta para los hombres, empezando por sus
paisanos, pero no para el Padre Dios; con Él vive Jesús en una unión
permanente, en una oración incesante, formada en los rezos de la sinagoga y en los
largos momentos de intimidad solitaria.
Pero llegado el momento designado por el Padre, en el que la
humanidad de Jesús está dispuesta para abrazar por completo su misión, con el
bautismo en el Jordán, que hoy celebramos, dará comienzo a lo que llamamos su
vida pública: tres años de predicación itinerante, e incansable, por ciudades y
aldeas, estableciendo el reinado de Dios con palabras y con acciones.
Resulta poderosamente llamativo, si lo pensamos, que Jesús
decida comenzar la misión del Padre recibiendo un bautismo de purificación que
no necesitaba. Un bautismo de agua para preparar la venida del Mesías…
precisamente Él, que es el mismo Mesías esperado, el que “bautizará con
Espíritu Santo y fuego”, como anuncia Juan.
Se pone en la fila de los pecadores “en un bautismo general”
precisamente Él, que es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Es
comprensible que Juan Bautista, al verle, se resista a bautizarle, aunque el
evangelista Lucas, que hemos escuchado, a diferencia de Mateo, no nos dice nada
de esto.
Al recibir el bautismo con los pecadores, Jesús está
expresando, desde el comienzo, el sentido de toda su misión: “No he venido a
buscar a los justos, sino a los pecadores; no necesitan de médico los sanos,
sino los enfermos”.
El evangelista Lucas recoge que Jesús oraba, estaba en diálogo
con las otras dos personas de la Santísima Trinidad, en el momento en que los
cielos se abren, el Espíritu Santo desciende sobre Él llenándolo, y la voz del
Padre lo proclama “Tú eres mi Hijo, el amado, el predilecto”.
Aquí está el consuelo de Dios para la humanidad que había
anunciado el profeta Isaías, esta es su respuesta para cuantos buscan salvación
y vida: el Hijo amado, Jesucristo.
No hay más palabras de Dios para los hombres que este nombre:
Jesús. El apóstol Pablo lo expresa así: “Ha aparecido la gracia de Dios, que
trae la salvación para todos los hombres, enseñándonos a renunciar a la
impiedad y a los deseos mundanos y a llevar ya desde ahora una vida sobria,
honrada y religiosa”.
En esta fiesta revivimos nuestro propio bautismo para darle
muchas gracias a Dios y a su Iglesia por este regalo maravilloso que, sin
merecerlo, se nos ha dado. Lo más grande que podemos llegar a ser en esta vida ya
lo somos desde el día del Bautismo: hijos de Dios, unidos a Cristo, templos vivos
para el Espíritu, miembros de la Iglesia, ciudadanos del cielo al que
peregrinamos.
Igual que Jesucristo comenzó el día de su Bautismo la misión
del Reino con su vida pública, también nosotros, desde el día de nuestro
bautismo comenzamos a vivir como Hijos de Dios. Ese ha de ser nuestro mejor
propósito, ya que estamos estrenando un nuevo año: vivir el 2025 como
bautizados e hijos de Dios.
Y ser testigos y misioneros de nuestra fe con aquellos que no
la conocen o solamente la conocen de oídas. Empezando por aquellos que están
más cerca de nosotros, quizás en nuestra propia casa.
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