jueves, 16 de enero de 2025

DOMINGO II TIEMPO ORDINARIO (CICLO C)

 EL MEJOR VINO PARA LA FIESTA DEL REINO

COMENTARIO A LAS LECTURAS DE LA MISA

    El domingo pasado concluimos el ciclo litúrgico de la Navidad con el Bautismo del Señor: contemplamos entonces a Jesús como un hombre adulto que experimenta la llamada del Padre Dios a comenzar la misión del Reino, para la que ha sido enviado al mundo. En el río Jordán, el Espíritu llena a Jesús para su misión y el Padre lo llama su Hijo Amado, invitando a la humanidad a escucharle.

    Comienza así la vida pública de Jesús. A partir de ese momento vivirá completamente entregado a la misión de inaugurar y anunciar el Reinado de Dios; todas sus palabras, todos sus gestos, su existencia entera serán solo para cumplir la voluntad del Padre. Hasta el final, hasta entregar la vida en la cruz, una vida que estaba expropiada para el Padre y para los hombres.

    Antes de comenzar ese camino con el evangelista Lucas, que será el que sigamos este año en los evangelios dominicales, en este domingo, que nos sirve de transición, escuchamos el relato de las bodas de Caná. El evangelio según san Juan es el único que nos lo cuenta y lo hace a su estilo, un tanto enigmático y cargado siempre de claves y sentidos espirituales.

    No es ni mucho menos una anécdota que Jesús inaugure su misión del Reino realizando el primer signo (que es como llama el evangelista Juan a los milagros) en el contexto de una boda.

    Tantas veces hablamos de Dios como Señor, como Juez, como Padre…. Pero una imagen muy importante de Dios en la Biblia es la del Esposo. Un esposo que ama con toda pasión e ilusión al Pueblo de Israel y, por él, a la humanidad entera.

    Esta imagen es especialmente querida para los profetas del Antiguo Testamento, que vienen a decir que Dios se ha desposado con su pueblo y ese amor le lleva a perdonar siempre, a acoger siempre, a comprender siempre… pero el pueblo debe responder a ese amor del Dios esposo guardando el pacto de la Alianza.

    Acabamos de escuchar en la primera lectura al profeta Isaías usar esta imagen matrimonial aplicada a Dios y al pueblo: aquel que para las potencias del mundo es una nación desechada, demasiado débil e insignificante, ahora puede llenarse de gozo porque Dios la ha amado. Pasa de abandonada a elegida, de devastada a predilecta y desposada. Como tantas veces hemos dicho, los criterios de Dios, su mirada, no es la nuestra: Dios ama lo que nadie ama.

    Jesús inaugura una nueva Alianza, un nuevo y definitivo pacto de amor con Dios, que ya no será solo para Israel, sino para la humanidad entera. Comienza un nuevo modo de relacionarse con Dios: no ya desde la ley, sino desde la gracia y el amor. Es como una boda también, y Jesús es el Esposo, título con el que hablará de sí mismo varias veces.

    En esta boda que inaugura la Nueva Alianza, hay fiesta, hay alegría. Y un banquete tan festivo no sería posible solo con agua. Por eso Jesús va a transformar toda esa agua en tinajas de piedra que solo servía para purificarse restregándose en la religión judía, con el deseo de agradar un poco más a Dios, en un vino de fiesta, en el mejor de los vinos posibles.

    Es como dejar atrás un sistema religioso basado en la búsqueda de la pureza, cumpliendo leyes y lavándose bien, a una relación nueva con Dios, la que Jesús nos anuncia, en la que Dios es un Padre que ama a sus hijos y los espera siempre con los brazos abiertos.

    En ese banquete está también invitada María, la Madre de Jesús. Y ella es la que hace posible el signo del vino bueno y abundante; se fija en lo que nadie se ha fijado, en que les falta el vino de fiesta. E intercede por ellos, adelantando la hora de Jesús que, aunque parece que al comienzo no quiere, realiza el milagro. Para ello, María pide solo una cosa: “Haced lo que él os diga”.

    Cada domingo celebramos juntos nuestra fe en Jesús con un banquete. Sí, así es, la Eucaristía es, además del sacrificio, un banquete de fiesta: nos vestimos mejor que el resto de la semana, nos saludamos, tenemos una mesa adornada con velas, flores, cantamos… el anfitrión y esposo es Cristo. Que no nos prepara un alimento rico, sino que nos da como alimento aquello que nadie podría darnos excepto él: su Cuerpo y su Sangre, su Vida. Y al recibirle, nos unimos a él como se unen los esposos por el amor. Nunca podremos dar suficientes gracias ni vivir suficientemente bien la Eucaristía.

    Y en este banquete festivo, siempre resuena la voz de María, nuestra madre y mediadora, que repite: Haced lo que él os diga.

 


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