¿DÓNDE ESTÁ TU VERDADERA RIQUEZA?
El
evangelio de hoy nos presenta, de nuevo, a Jesús caminando hacia Jerusalén con
sus discípulos. Sale a su encuentro un personaje al que la tradición ha llamado
el “joven rico”.
A
diferencia de los fariseos del domingo pasado, este joven anónimo no busca a
Jesús para tenderle una trampa. El evangelista nos dice que le reconoce como a
un maestro venido, en el nombre de Dios, para enseñar a los hombres la verdad.
Por ello corre a su encuentro, se arrodilla ante él, reconociendo que aquel que
tiene delante es más que un hombre, y le dirige una pregunta muy profunda: “Maestro,
¿Qué tengo que hacer para alcanzar la vida eterna?”.
Hoy no nos
preguntamos mucho acerca de la vida eterna. Desde luego lo hacemos mucho menos
que en épocas pasadas, donde era la preocupación primera: salvarse o
condenarse, resucitar o desaparecer. Hoy hablamos más bien de llevar una vida
plena, de realizarnos plenamente, de ser felices ahora y después…
Pues
también para eso nos vale la respuesta que Jesús le dirige al joven que le
pregunta. En primer lugar, cumple los mandamientos. Ya los sabes, cúmplelos: No
matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso testimonio, no estafarás,
honra a tu padre y a tu madre. Jesús no le enumera todos porque aquel judío
piadoso los conocía de sobra bien.
Los
mandamientos no son leyes opresivas con la que Dios nos tiraniza o nos amargar
la vida. Son señales que nos indican, para que no lo olvidemos, qué es lo que
verdaderamente hace feliz al hombre y qué es lo que, si no lo respeta, hace
desgraciada su vida y la de los demás. Aunque el mal nos tiente a veces tanto,
estamos hechos para el bien, y sabemos que solo el amor y el bien pueden darnos
alegría, paz y vida verdadera.
Aquel
joven del evangelio era un hombre virtuoso, ni mucho menos era malo. Por eso,
con cierto orgullo, le dice a Jesús que todo eso ya lo ha cumplido desde su
juventud y que, por lo tanto, ya se considera suficientemente bueno. ¿Cuántas
veces hemos oído, o quizás hasta lo hemos dicho nosotros: “Yo ya soy bueno, ni
robo ni mato”?
Pero Jesús
no pide solamente eso a sus discípulos, ser moderadamente buenos. Él vino a
enseñarnos mucho más, no solo a tener un comportamiento correcto. Ya antes de
su venida existían los mandamientos y, para el resto de la humanidad, existía
la Ley Natural inscrita en los corazones, que reclama un buen comportamiento.
Jesús pide
más a los que se decidan a seguirle y por eso mirándolo con amor le dijo:
“Anda, vende lo que tienes, dáselo a los pobres, así tendrás un tesoro en los
cielos. Luego ven y sígueme”.
¿Dónde
estaba el tesoro de ese hombre? ¿Estaba en el cielo, en la salvación, en Dios,
que es por lo que le pregunta a Jesús, o estaba realmente en sus bienes
materiales? Decía cumplir todos los mandamientos, pero… ¿cumplía acaso el
primer mandamiento “Amaras a Dios sobre todas las cosas”? ¿No será que amaba
más sus riquezas y sus bienes que a Dios?
La segunda lectura nos dice que la Palabra de
Dios es viva y eficaz, más tajante que una espada de doble filo que entra hasta
lo profundo y juzga los deseos e intenciones del corazón. Así son las palabras
de Jesús: entran hasta el fondo de aquel joven rico y descubren que, aunque dice
ser muy religioso, está también muy apegado a lo material. No es capaz de
convertirse en discípulo de Jesús y se tiene que ir con pena porque, en el fondo,
está atado, no es libre para hacer aquello que sabe que es lo mejor.
Jesús le
invita a liberarse, empleando los bienes que le sobran en hacer el bien, en
repartir amor eficaz y generosidad con quienes no lo tienen; así experimentará
la alegría de compartir, crecerá como persona y será verdaderamente libre como
discípulo. Esa es la verdadera sabiduría de la vida de la que, la primera
lectura, nos ha dicho que es la mayor riqueza: entender que esta vida es para
pasar haciendo el bien, para darse, para compartir, para ayudar y para amar.
Jesús
termina en el evangelio diciendo: “Es imposible para los hombres, pero no para
Dios”. Dios puede cambiar nuestros corazones y pensamientos si se lo pedimos y
estamos dispuestos a ello. Puede darnos la sabiduría de descubrir dónde está lo
esencial, lo verdaderamente importante de la vida, lo que nos da vida en abundancia
y, después, vida eterna.
Vamos a
pedírselo de corazón para que no nos pase como a este personaje del evangelio,
que tuvo que alejarse entristecido porque se dio cuenta de que no era libre
para seguir al Señor.
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