EL HIJO DEL HOMBRE NO HA VENIDO A SER SERVIDO
COMENTARIO A LAS LECTURAS DE LA MISA
En el Evangelio que acabamos de escuchar vemos como Santiago y Juan, dos de los discípulos más queridos por Jesús, dejan al descubierto algo que es muy humano: el deseo de poder. “Queremos sentarnos uno a tu derecha y otro a tu izquierda”, le piden.
Es algo así como decir: "Queremos ser los apóstoles mejor situados.
Queremos que los demás nos miren con envidia, y reconozcan nuestra importancia por estar al lado del Maestro. Queremos que todos nos reconozcan".
Es la
vanagloria, el deseo de tener cada vez más poder sobre las personas y sobre las
cosas. Vemos que los apóstoles, pese a convivir con Cristo, tampoco se libraron de esta tentación tan común.
No será
porque Jesús no se lo haya dicho en repetidas ocasiones: Dios no le ha mandado
como su Hijo hecho hombre para ser un rey al estilo de los reyes que entonces
había, o de los poderosos, conocidos o no, que hoy dirigen los destinos del
mundo. Estaba ya anunciado por los profetas, como hemos escuchado en la primera
lectura de hoy, del profeta Isaías: el Mesías salvador del pecado
cargará con él, hará suyos los sufrimientos de los hombres, será triturado por
el mal y por el mismo pecado que tritura diariamente a tantos inocentes.
¿Cómo
puede ser cambiado este mundo violento e injusto para tantos? Esa es una pregunta
que siempre inquieta…
Muchos han
buscado cambiarlo con revoluciones violentas, de un color y del contrario. Han
prometido a los que les seguían que, después de las crisis y de muchas muertes y
dolor, al final llegaría un mundo mejor, más igualitario, más pacífico, más
justo. Pero la historia nos ha demostrado tozuda, una y otra vez, que la violencia
solo trae más violencia y que de las semillas del odio nunca terminan de
salir frutos de paz. Al final los que estaban abajo se colocan arriba
y reproducen los mismos, e incluso peores, sistemas de opresión y fuerza que
querían derribar.
El camino
de Jesucristo para hacer llegar el Reino de Dios a este mundo es muy distinto:
no se trata de cambiar las estructuras de la sociedad por la fuerza, sino de
cambiar nosotros, en nuestros deseos, pensamientos, intenciones y obras. Porque
los hombres y mujeres nuevos son los que crean una sociedad y un mundo nuevos.
Si yo
deseo lo que no es mío, si busco vivir bien olvidado de los demás, si les digo
a los otros “ese es tu problema, no me molestes”, ¿Puedo crear un mundo
más justo cuando yo no soy justo con los que me rodean?
Por eso
Jesús nos enseñó que el Reino de Dios es como semilla y como levadura; hace más
ruido el mal, el egoísmo, la violencia, pero cuando un discípulo intenta vivir
según el Evangelio y las Bienaventuranzas, ser justo, ser pacífico, perdonar en
lugar de devolver mal por mal… el Reino de Dios avanza en este mundo.
“El que quiera ser el más grande, tiene que ser el que más sirva”. En la comunidad de Jesús, en la Iglesia que él ha fundado sobre los apóstoles, las relaciones entre nosotros no pueden ser concebidas desde el poder, como si se tratase de una empresa con mandatarios y subordinados, sino exclusivamente desde el servicio por amor.
Por esto en la Iglesia las diferentes tareas se llaman ministerios, que significa “hacerse menos para servir”. Así, el Papa cumple el
ministerio de Pedro de confirmar en la fe a sus hermanos, los obispos tienen el
ministerio-servicio de guiar a las diócesis como pastores y lo mismo los
párrocos con las parroquias que se les encomienda.
Y también
son ministerios la misión que cumplen los catequistas, los lectores, los que
atienden a los pobres en Caritas, los que cantan en el coro, los que limpian
los templos, los que llevan la economía, etc., etc.
No son puestos de honor o de importancia, sino servicios a la comunidad cristiana, que es un cuerpo con diferentes miembros, todos ellos necesarios y corresponsables.
A veces
pensamos que somos parte de la Iglesia solamente mirando a nuestros derechos, a
lo que nos deben dar, a los servicios que nos tiene que prestar nuestra
parroquia y nuestra diócesis. Nos sentimos consumidores con derechos, también
en la Iglesia. Ese no es el modo correcto de plantearnos la pertenencia a la
Iglesia; más bien debemos pensar: como bautizado que soy, ¿Qué estoy aportando,
en qué me involucro, en qué soy corresponsable de la misión de la Iglesia a la
que pertenezco?
Vamos a pedirle al Señor, que se hizo servidor de todos hasta dar la vida, que entendamos nuestro ser parte de la Iglesia no
para ser servidos, sino para servir.
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