miércoles, 16 de octubre de 2024

DOMINGO XXIX TIEMPO ORDINARIO (CICLO B)

 EL HIJO DEL HOMBRE NO HA VENIDO A SER SERVIDO



COMENTARIO A LAS LECTURAS DE LA MISA

    En el Evangelio que acabamos de escuchar vemos como Santiago y Juan, dos de los discípulos más queridos por Jesús, dejan al descubierto algo que es muy humano: el deseo de poder. “Queremos sentarnos uno a tu derecha y otro a tu izquierda”, le piden. 

    Es algo así como decir: "Queremos ser los apóstoles mejor situados. Queremos que los demás nos miren con envidia, y reconozcan nuestra importancia por estar al lado del Maestro. Queremos que todos nos reconozcan".

    Es la vanagloria, el deseo de tener cada vez más poder sobre las personas y sobre las cosas. Vemos que los apóstoles, pese a convivir con Cristo, tampoco se libraron de esta tentación tan común.

    No será porque Jesús no se lo haya dicho en repetidas ocasiones: Dios no le ha mandado como su Hijo hecho hombre para ser un rey al estilo de los reyes que entonces había, o de los poderosos, conocidos o no, que hoy dirigen los destinos del mundo. Estaba ya anunciado por los profetas, como hemos escuchado en la primera lectura de hoy, del profeta Isaías: el Mesías salvador del pecado cargará con él, hará suyos los sufrimientos de los hombres, será triturado por el mal y por el mismo pecado que tritura diariamente a tantos inocentes.

    ¿Cómo puede ser cambiado este mundo violento e injusto para tantos? Esa es una pregunta que siempre inquieta…

    Muchos han buscado cambiarlo con revoluciones violentas, de un color y del contrario. Han prometido a los que les seguían que, después de las crisis y de muchas muertes y dolor, al final llegaría un mundo mejor, más igualitario, más pacífico, más justo. Pero la historia nos ha demostrado tozuda, una y otra vez, que la violencia solo trae más violencia y que de las semillas del odio nunca terminan de salir frutos de paz. Al final los que estaban abajo se colocan arriba y reproducen los mismos, e incluso peores, sistemas de opresión y fuerza que querían derribar.

    El camino de Jesucristo para hacer llegar el Reino de Dios a este mundo es muy distinto: no se trata de cambiar las estructuras de la sociedad por la fuerza, sino de cambiar nosotros, en nuestros deseos, pensamientos, intenciones y obras. Porque los hombres y mujeres nuevos son los que crean una sociedad y un mundo nuevos.

    Si yo deseo lo que no es mío, si busco vivir bien olvidado de los demás, si les digo a los otros “ese es tu problema, no me molestes”, ¿Puedo crear un mundo más justo cuando yo no soy justo con los que me rodean?

    Por eso Jesús nos enseñó que el Reino de Dios es como semilla y como levadura; hace más ruido el mal, el egoísmo, la violencia, pero cuando un discípulo intenta vivir según el Evangelio y las Bienaventuranzas, ser justo, ser pacífico, perdonar en lugar de devolver mal por mal… el Reino de Dios avanza en este mundo.

    “El que quiera ser el más grande, tiene que ser el que más sirva”. En la comunidad de Jesús, en la Iglesia que él ha fundado sobre los apóstoles, las relaciones entre nosotros no pueden ser concebidas desde el poder, como si se tratase de una empresa con mandatarios y subordinados, sino exclusivamente desde el servicio por amor. 

    Por esto en la Iglesia las diferentes tareas se llaman ministerios, que significa “hacerse menos para servir”. Así, el Papa cumple el ministerio de Pedro de confirmar en la fe a sus hermanos, los obispos tienen el ministerio-servicio de guiar a las diócesis como pastores y lo mismo los párrocos con las parroquias que se les encomienda.

    Y también son ministerios la misión que cumplen los catequistas, los lectores, los que atienden a los pobres en Caritas, los que cantan en el coro, los que limpian los templos, los que llevan la economía, etc., etc.

    No son puestos de honor o de importancia, sino servicios a la comunidad cristiana, que es un cuerpo con diferentes miembros, todos ellos necesarios y corresponsables.

    A veces pensamos que somos parte de la Iglesia solamente mirando a nuestros derechos, a lo que nos deben dar, a los servicios que nos tiene que prestar nuestra parroquia y nuestra diócesis. Nos sentimos consumidores con derechos, también en la Iglesia. Ese no es el modo correcto de plantearnos la pertenencia a la Iglesia; más bien debemos pensar: como bautizado que soy, ¿Qué estoy aportando, en qué me involucro, en qué soy corresponsable de la misión de la Iglesia a la que pertenezco?

    Vamos a pedirle al Señor, que se hizo servidor de todos hasta dar la vida,  que entendamos nuestro ser parte de la Iglesia no para ser servidos, sino para servir.



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